19 Jun
Agustín de Hipona: Confesiones y Pensamiento Fundamental
Agustín de Hipona, cuyo nombre completo era Aurelio Agustín, nació en Tagaste (hoy Argelia) en el año 354 d.C. Fue obispo de Hipona y es considerado el último de los filósofos antiguos y el primero de los medievales. Se le sitúa como el más importante de los Padres de la Iglesia (Patrística), cuya misión fundamental fue la creación de una filosofía cristiana original. La filosofía agustiniana es un referente en la filosofía medieval, siendo la primera en intentar resolver uno de los grandes temas de este período: la relación entre razón y fe.
El Problema del Conocimiento en San Agustín
En el pensamiento de San Agustín, se distinguen distintos frentes en cuanto al problema del conocimiento. El principal es el relativo al conflicto entre razón y fe, que atraviesa toda la época medieval.
Para San Agustín, razón y fe colaboraban conjuntamente en el esclarecimiento de una única verdad: Dios. La verdad que anuncian las Escrituras y la verdad que buscaron sin éxito los filósofos son, en realidad, la misma y única verdad. Cualquier verdad, por pequeña o fútil que sea, no es más que Dios mismo. De ahí que no pueda haber contradicción entre la palabra revelada por Dios a los hombres y las verdades de razón que el hombre encuentra por sí mismo.
De esta manera, la razón y la fe se ayudan mutuamente en el pensamiento de Agustín, siendo dos formas de llegar a la única meta posible: Dios. La famosa sentencia agustiniana “creo para entender y entiendo para creer” ejemplifica esta interdependencia entre razón y fe. Dicho esto, cabe señalar que la verdad teórica y racional nos ayuda a afianzar la fe, pero en el fondo lo único importante es alcanzar la verdad, y esta no es otra cosa que Dios.
Entonces, si en Agustín hay una teoría del conocimiento, no es por motivos puramente académicos o científicos: el hombre vive en la miseria de la finitud y siente esa insuficiencia, y de ahí se lanza hacia un objeto más grande que él mismo, un objeto que pueda traerle paz y felicidad (la Verdad-Dios). Solo en esta medida el conocimiento de dicho objeto es condición esencial para conseguirlo; es decir, el conocimiento está siempre en función de un fin: la beatitud o la felicidad.
Esta colaboración se puede resumir del siguiente modo:
- La fe se vale de la razón (comprender para creer): La verdad del cristiano no puede ser ignorante, sino que la doctrina cristiana ha de apoyarse en la comprensión racional. Es imprescindible para alcanzar una fe sólida y auténtica.
- La fe ilumina a la razón (creer para comprender): Significa que es preciso creer previamente para después entender. Nuestra razón es limitada; aceptar la doctrina cristiana es condición necesaria para comprender las preguntas relativas a Dios, al mundo y a la existencia humana.
Para San Agustín, el logro de un conocimiento pleno consistía en una dialéctica ascendente cuyo fin era alcanzar la Verdad, y que constaba, como en Platón, de cuatro instancias:
- La primera no es propiamente un momento del conocimiento, sino una preparación: la refutación del escepticismo.
- La segunda etapa es el conocimiento sensible.
- En tercer lugar, tenemos el conocimiento racional inferior.
- Por último, nos encontramos con el conocimiento racional superior, que es el conocimiento inteligible o puramente racional, fuente y fundamento de la sabiduría. Es el auténtico conocimiento filosófico y trata sobre las verdades absolutas, necesarias y eternas a las que puede aspirar el hombre (muy similar a las “ideas” en Platón). Las verdades se encuentran permanentes e inmutables en la mente de Dios, y el método que permite al hombre conocerlas es lo que entendemos como la teoría de la iluminación. El conocimiento intelectual de las verdades eternas exige la acción esclarecedora, la luz directa o iluminación del alma por Dios para alcanzar unos conocimientos que sobrepasan las facultades del hombre. Dios es el Sol que da luz a nuestra inteligencia para que capte las verdades eternas. Según esta teoría, Dios se halla en lo íntimo de la mente humana, en el análisis de la conciencia, por lo que la profundización en esta interiorización, en esta introspección o búsqueda de uno mismo a través de la fe, nos permite la intuición de Dios, la iluminación. Para San Agustín, autoconocerse es conocer a Dios. Buscar la verdad dentro de uno, en nuestros pensamientos y pasiones, hará que encontremos aquello que equilibra nuestro yo: Dios. La introspección del yo para San Agustín, por tanto, finaliza con la experiencia religiosa, como explica en sus Confesiones.
El Problema de Dios en San Agustín
En San Agustín no podemos separar el problema de Dios como una cuestión concreta dentro de su filosofía, sino que Dios es el eje central que atraviesa todos los ámbitos de su pensamiento. Su filosofía es predominantemente una teología, pues Dios es, al mismo tiempo, la verdad a la que aspira el conocimiento (influencia platónica), y el fin al que tiende la vida del hombre (influencia aristotélica), pues el fin es la salvación, y esta solo la lograrán aquellos que encuentren a Dios a través del amor. Conocer a Dios y amar a Dios son las dos disposiciones a las que ha de tender toda persona.
Los Padres de la Iglesia, como más adelante también los escolásticos, propusieron demostrar racionalmente la existencia de Dios, aunque San Agustín no llega a ofrecer pruebas sistemáticas de la existencia de Dios (como lo hará Tomás de Aquino), pues considera que esta creencia está suficientemente arraigada en su sociedad. Sin embargo, sí trata de descubrirlo en el interior de cada hombre. En sus Confesiones, tomando como referencia su propia experiencia, describió un itinerario hacia Dios, que comenzaba con la constatación del maravilloso orden del mundo, después pasaba por el interior de uno mismo, con la admiración ante las complejas facultades humanas, y terminaba con la convicción de la existencia de un ser que hiciese posible tanta perfección y belleza.
No obstante, también propuso diversos argumentos como prueba de su existencia, entre los que destacan:
- El argumento histórico: Todos los pueblos a lo largo de la historia, incomunicados entre sí, han creído en la existencia de un Ser Supremo. Solo es posible esta coincidencia si efectivamente existe ese ser superior.
- El argumento psicológico: El ser humano, si busca dentro de sí a través de la introspección, descubre con absoluta evidencia a Dios en su alma (Teoría de la Iluminación), prueba segura y firme de su existencia.
- El argumento epistemológico: Las ideas o verdades eternas que encontramos en nuestra mente no pueden provenir de nosotros mismos, pues nuestra racionalidad es limitada y nuestra alma finita, y únicamente pueden tener su origen en Dios mismo, ya que solo Él es eterno, trascendente e inmutable.
- El argumento cosmológico: El orden interno y la belleza del universo es la prueba palpable de la existencia de su Creador. Existencia de Dios por sus efectos.
En relación con este último punto de la Creación, encontramos en Agustín la muestra de una de las innovaciones del pensamiento cristiano: el concepto de creación a partir de la nada (ex nihilo). Precisamente en esto se cifra la omnipotencia de Dios y su trascendencia respecto del mundo: en poder haber hecho todo de la nada. Frente a la visión cíclica griega, el cristianismo propone una visión lineal de la historia, que culminará al final de los siglos y en la que Dios va dirigiendo todo el proceso. Para San Agustín, la creación del mundo es el resultado de un acto libre de Dios.
En el momento de la creación, las esencias de todas las cosas creadas se encontraban en la mente de Dios como ejemplares o modelos de las cosas, tanto de las creadas en ese momento original como de las que irían apareciendo con posterioridad. Que una cosa sea lo que es, que tenga una naturaleza o esencia, significa que esa cosa participa de una forma inteligible, esto es, que hay una causa formal o ejemplar por la que esa cosa es lo que es y, naturalmente, esa forma inteligible es la idea de la cosa tal y como está en la mente de Dios. A esta doctrina se la conoce como “ejemplarismo”, es decir, plantea que las ideas de todas las cosas están en la mente divina. Las ideas que Dios tiene de cada uno de los seres son modelos de los seres creados. Esta doctrina se complementa con la teoría de las razones seminales. En el momento de la creación, Dios depositó en la materia una especie de semillas, las razones seminales, que, dadas las circunstancias necesarias, germinarían, dando lugar a la aparición de nuevos seres que se irían desarrollando con posterioridad al momento de la creación. Esta doctrina sobre la Creación está inspirada en el Demiurgo platónico, aunque el Dios cristiano no es solo ordenador, también el creador de todo el mundo.
El Problema del Hombre en San Agustín
Su tesis es que el hombre ocupa un lugar especial en la Creación por el hecho de estar hecho “a imagen y semejanza” de Dios. Por ello es una sustancia dotada de inteligencia y de voluntad. La finalidad de nuestra existencia está en imitar a Dios, en asemejarnos a Él todo lo posible. Es en nuestro interior donde podemos hallar esa imagen de Dios que somos nosotros y que es de una naturaleza tal que no puede haber sido creada o producida por otra causa distinta del mismo Dios. Pues “en el interior del hombre habita la Verdad”.
En la estructura jerárquica de la Creación, las más nobles criaturas creadas por Dios son los ángeles, a los que solo conocemos por la fe. A continuación, está el ser humano, que está compuesto de dos sustancias diferentes: el cuerpo y el alma. San Agustín asume el dualismo antropológico de Platón, afirmando que el ser humano es un compuesto de cuerpo y alma, y es esta la que nos hace semejantes a Dios. El alma humana es espiritual, simple e inmortal, es decir, existe separada del cuerpo. Es un principio vital e intelectual, puesto que la vida y el conocimiento racional dependen del alma, aunque esta se encuentre unida accidentalmente a un cuerpo mortal. Este se entiende como un simple instrumento del alma. San Agustín no cree que el alma esté unida al cuerpo como un castigo, idea que supone que el cuerpo es malo en sí mismo. Según el cristianismo, Dios no crea el mal, por tanto, no puede haber creado un cuerpo malo. Ahora bien, aunque el cuerpo no es malo, sí puede ser un obstáculo para la salvación a consecuencia del pecado original. La salvación del alma es el fin último del ser humano y se logra con la búsqueda y reencuentro con Dios, para lo cual hay que apartarse de los efectos moralmente perniciosos del pecado original sobre el cuerpo.
El hombre es semejante a Dios por el alma; esta es una sustancia simple, indivisible e inmortal que lleva a cabo sus funciones anímicas mediante tres facultades. La memoria es la facultad que hace posible la introspección o reflexión sobre nuestra propia intimidad; permite, además, que la vida interior se nos haga presente y con el tiempo vaya configurando nuestra identidad. El entendimiento es la facultad racional que nos permite conocer la verdad. Dentro de esta, San Agustín distingue entre razón inferior, cuyo objeto es la ciencia y el conocimiento de las cosas temporales; y razón superior, cuyo objeto es la sabiduría o conocimiento de las ideas que nos permiten ascender hasta Dios, las verdades eternas. Allí nos encontramos con la “autoconciencia”. La voluntad es la facultad que nos impulsa hacia el amor (charitas) como valor supremo del hombre (“Ama y haz lo que quieras”), incluso anterior y superior al conocimiento racional, pues no existe conocimiento sin amor previo y porque nos acercamos a Dios primero por el amor. No puede haber acto alguno de conocimiento que no presuponga un previo movimiento de la voluntad, pues la voluntad es la que impulsa a la razón a buscar la verdad.
Respecto a la cuestión de la inmortalidad del alma, San Agustín defiende que, como el alma es simple, no puede descomponerse, ya que no tiene partes. Por tanto, ha de ser indestructible, inmortal. Además, el alma es causa de la vida y el movimiento de los cuerpos y, siendo mejor que el cuerpo, es contraria a la muerte, es decir, inmortal. Ha sido creada por Dios y participa de su vida inmortal.
Parece claro que el destino final del alma consiste en el encuentro con Dios tras la muerte del cuerpo. Ahora bien, en el estado de caída en que se halla el hombre, el alma no puede salvarse por sus propios medios. En este punto, San Agustín utiliza el concepto de gracia como don misterioso que Dios otorga a cambio de la fe.
El Problema de la Ética en San Agustín
La ética agustiniana, aunque inspirada directamente por los ideales morales del cristianismo, aceptará elementos del platonismo y del estoicismo. Así, afirmará que el fin último de la vida humana es la consecución de la felicidad, que solo puede alcanzarse en la otra vida. El camino de la felicidad coincide, por tanto, con el camino de la salvación (serán felices aquellos que no se condenen) y para salvarse hay que practicar la virtud. La virtud consiste en dar primacía al alma sobre el cuerpo y el principal obstáculo para conseguirlo es el predominio de los deseos corporales y la ignorancia, ambos consecuencias del pecado original. La virtud se logra con el amor a Dios, del cual surge el amor a nuestros semejantes, y con el conocimiento o esfuerzo permanente de la razón por alcanzar las verdades eternas. No solo hay que buscar la filosofía para lograr la felicidad, también hay que amar a Dios. Además, para alcanzar la virtud se necesita la ayuda de la gracia divina, un don sobrenatural que Dios otorga gratuitamente a cambio de una fe auténtica, y que culmina con la visión beatífica de Dios. Sin la ayuda de la gracia divina, la salvación no es posible.
Respecto al problema del mal en el mundo, si Dios es la suma bondad, ¿por qué lo permite? La solución se alejará del platonismo, para el que el mal era asimilado a la ignorancia. El mal, desde un punto de vista teológico, es negado por Agustín; lo que llamamos mal es simplemente la carencia o privación de ser. El mal no es una esencia, sino una carencia de ser, una falta de bien (pues Dios no puede haber creado el mal).
Dios solo comunica a sus criaturas el ser y la bondad, y el mal existente en el mundo se explica de dos maneras: lo que llamamos mal físico es consecuencia del pecado y procede de la justicia divina, y lo que llamamos mal moral (el pecado) es la consecuencia del libre albedrío. Según la antropología cristiana, el ser humano es ante todo persona, un ser individual que se siente libre para aceptar o no la fe, es decir, para salvarse o condenarse. La libertad moral del hombre se debate entre dos polos: la degradación de la condición humana debida al pecado original que lo inclina a la concupiscencia y la ignorancia, y el impulso regenerador de la gracia divina que lo dirige hacia el bien y la verdad.
Dios nos ha hecho libres y por ello nuestras buenas acciones tienen valor, pero como contrapartida también podemos escoger obrar mal. Es la libre voluntad de cada uno la que escoge cómo obrar.
El Problema de la Política en San Agustín: La Ciudad de Dios
Coincidiendo con la caída de Roma en poder de los bárbaros, San Agustín escribió La Ciudad de Dios para refutar las acusaciones de los paganos sobre la responsabilidad de los cristianos en la decadencia y caída del Imperio romano. En ella ofrece un esquema sencillo de clasificación de las sociedades, que servirá de base para la filosofía de la historia de toda la Edad Media. Para Agustín, la historia real de la humanidad ha sido y será la lucha entre dos tipos de sociedades: la Ciudad de Dios (el Bien) y la ciudad terrenal o de los hombres (el Mal).
Al igual que Platón, San Agustín comienza con un análisis de la naturaleza humana: el ser humano está compuesto de cuerpo y alma; en consecuencia, hay en el hombre unas tendencias e intereses terrenales y materiales, unidos al cuerpo; y unos intereses espirituales y sobrenaturales, propios del alma. La historia de la humanidad, sus sucesivas civilizaciones y Estados, siempre ha estado dominada por este conflicto de intereses que San Agustín expresa con la metáfora de las dos ciudades:
La Ciudad de Dios está basada en el predominio de los intereses espirituales, se rige por el principio del amor a Dios y está formada por personas cuya voluntad busca a Dios y acata sus leyes, predestinados a la gloria eterna. La ciudad de los hombres o ciudad terrenal, en cambio, está basada en el predominio de los intereses mundanos, se rige por el principio del amor a sí mismo y está compuesta por personas cuya voluntad se aleja de Dios y sigue las leyes terrenales, las leyes del cuerpo que inclinan a los hombres al egoísmo, al dominio y al placer. La lucha entre las dos ciudades continuará hasta el final de los tiempos, en que la Ciudad de Dios triunfará sobre la terrenal, apoyándose San Agustín en los textos sagrados del Apocalipsis.
El providencialismo es la tesis que entiende el desarrollo de la historia como un proceso en el que el hombre es movido por Dios para la consecución del bien universal. La providencia divina lo abarca todo: la existencia del bien que Dios quiere, y la presencia del mal que Dios permite para que se obtenga de él beneficios mayores.
Es importante destacar que los términos ciudad celestial y terrenal se emplean para referirse a los principios opuestos que rigen las conductas de unas personas y otras. Propiamente no coinciden con ninguna organización real, por lo que, en términos estrictos, San Agustín no propone una teocracia, es decir, la subordinación de un Estado al poder de la Iglesia.
Sin embargo, San Agustín no deja de señalar que si un Estado aspira a la justicia social debe ser un estado cristiano, pues es el cristianismo el que hace buenos a los hombres. Añade, además, que la Iglesia es la única sociedad perfecta y claramente superior al Estado porque este debe inspirarse en ella. Conviene resaltar que estas teorías revelan la confusión entre política y religión, ya que San Agustín no distingue ni separa claramente una de otra. Y aunque San Agustín admitió la legitimidad del Estado para exigir al cristiano obediencia a las leyes civiles, de acuerdo con la máxima evangélica de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, sin embargo, su obra es el punto de partida de una reivindicación que será fuente de constantes conflictos históricos: la supremacía del poder espiritual sobre el temporal, es decir, la superioridad del poder del Pontífice sobre el Emperador, que debe estar al servicio del reino de Dios en el mundo, es decir, de la Iglesia.
Santo Tomás de Aquino: La Síntesis Aristotélica y Cristiana
Santo Tomás de Aquino fue un filósofo cristiano del siglo XIII conocido por ser un importante representante de la teología natural y el padre de la Escolástica (método argumentativo que trata de comprender racionalmente la doctrina cristiana). Su pensamiento quedó compendiado en su obra cumbre: la Suma Teológica.
El Problema del Conocimiento en Santo Tomás de Aquino
El conflicto entre razón y fe abarca toda la época medieval, pues la razón y la fe aparecían como fuentes de saber opuestas que daban lugar a verdades distintas. La primacía de la teología sobre la filosofía amenazaba con eliminar esta segunda; sin embargo, algunos pensadores cristianos se esforzaron por reconciliar ambos caminos al saber. Uno de los primeros fue San Agustín, quien considera a Dios la fuente de todas las ideas y conocimiento, y por tanto, la fe como única fuente de verdad (iluminación).
Sin embargo, en el siglo XIII aparece otro gran filósofo cristiano, Santo Tomás de Aquino, quien considera que la razón y la fe pertenecen a ámbitos separados (Dios, sumamente bueno, crea a los seres con capacidad para obrar por sí, y no dependientes). Una contradicción entre verdades de fe y de razón para Santo Tomás haría indefendible el cristianismo, ya que la verdad es “una”: la que Dios ha dispuesto. Reconoce su distinción, pero no puede haber contradicción entre ellas, y lo demostrará a través de su método: la escolástica (argumentos a favor y en contra), que se refleja en su obra fundamental, la Suma Teológica. En ella llega a distinguir tres tipos de verdades:
Las verdades de fe son reveladas por Dios a través de los textos sagrados (como la Encarnación, la Santa Trinidad o la Creación ex nihilo). Las verdades de razón son aquellas a las que el intelecto llega por sí mismo sin necesidad de revelación divina, y que este puede demostrar (por ejemplo, los teoremas de la geometría). Pero hay algunas verdades, como la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, que son a la vez de razón (puede demostrarlas) y de fe (son reveladas). A estas verdades Santo Tomás las llama “Preámbulos de la fe” (praeambula fidei), verdades sin las cuales es imposible creer. Pero, ¿por qué Dios se molestaría en revelar verdades a las que podemos acceder por nosotros mismos? Según Santo Tomás, porque serían alcanzadas por muy pocos y después de mucho tiempo, pero estas verdades son necesarias para la salvación. Además, solo deducidas racionalmente se hallarían mezcladas con muchos errores. Ahora bien: ¿si podemos llegar a ellas por la fe, qué necesidad hay de recibir el auxilio de la razón? Santo Tomás aporta tres argumentos: la razón nos sirve para organizar los textos sagrados; nos brinda armas dialécticas para refutar la negación de Dios; y nos ofrece datos científicos que sirven para razonar y aclarar el contenido de las verdades reveladas.
La existencia de Dios es una de estas verdades de razón y fe que Santo Tomás se esforzará en demostrar, pero para lograrlo, se da cuenta de que no basta con la razón ni con los argumentos a priori, sino que la razón ha de ser auxiliada y partir del conocimiento sensible, de la experiencia. Notablemente marcado por el pensamiento de Aristóteles, Santo Tomás sigue su método empírico-racional y afirma que el alma al nacer es una tábula rasa, una tabla en blanco sobre la que se inscriben las impresiones sensibles. Al igual que Aristóteles, considera que el conocimiento universal rebasa el sensible, pero necesita empezar siempre por la experiencia. Por eso podemos denominar a su método “a posteriori”. Santo Tomás niega por tanto la “intuición intelectual”, y afirma que conocemos por abstracción.
La abstracción conlleva un proceso que parte de lo sensible para alcanzar el conocimiento universal. Parte del objeto concreto, de la sustancia particular, y esta se capta primeramente por los sentidos. Estos, en colaboración con la imaginación y la memoria, producen una imagen sensible (phantasma), que sigue siendo una imagen concreta; pero sobre esa imagen actúa el entendimiento agente, dirigiéndose a ella para abstraer la forma o lo universal, la “especie inteligible impresa”. A su vez, como reacción, se producirá la “especie inteligible expresa”, que es el concepto universal o verbum mentis, que se proyecta en el entendimiento paciente, el cual lo retiene y lo aplica a futuras experiencias.
Aquino adoptará el método “a posteriori” en su demostración de la existencia de Dios a través de las cinco vías.
El Problema del Hombre en Santo Tomás de Aquino
Santo Tomás de Aquino había propuesto, más allá de las verdades de razón y las verdades de fe, un tercer tipo de verdad: las verdades de razón y fe (preámbulos de fe), necesarias para creer. La inmortalidad del alma (así como la existencia de Dios), sería una de ellas.
Todo el pensamiento de Santo Tomás está influenciado por Aristóteles, por lo que su concepción del ser humano se basará en la teoría hilemórfica aristotélica. Sin embargo, al igual que ocurre con los otros aspectos de su pensamiento, ha de ser conciliada con las creencias básicas del cristianismo: la inmortalidad del alma y la creación. Según el Aquinate, el ser humano es una criatura de Dios, y un compuesto sustancial de alma y cuerpo, representando el alma la forma y el cuerpo la materia de dicha sustancia. Pero a diferencia de Aristóteles, y para justificar la inmortalidad del alma, va a reconocer la posibilidad de una separación real (no solo mental) del compuesto.
Pero la composición hilemórfica es limitada por Santo Tomás al mundo corpóreo. No se extiende a la creación incorpórea, a los ángeles, por lo que debemos hacer una distinción más fundamental para expresar la composición de los seres creados. Tal distinción es la de esencia (potencia) y existencia (acto). En los ángeles no hay materia, pero no por ello deja de haber potencialidad. La esencia de un ser corpóreo es la sustancia compuesta de materia y forma, mientras que la esencia de un ser finito inmaterial (ángeles) es la forma sola. Podemos distinguir un orden ascendente en la serie de las formas, desde las formas de las sustancias inorgánicas, pasando por las formas vegetativas, las formas sensitivas irracionales de los animales, y el alma racional del hombre, hasta el Acto puro e infinito (Dios); pero en esa jerarquía se advierte una laguna: el alma racional del hombre es creada, finita y encarnada (corpórea), mientras que Dios es un espíritu puro, increado e infinito: es, pues, perfectamente razonable suponer que entre el alma humana y Dios hay formas espirituales finitas y creadas, pero sin cuerpo: los ángeles. En todos los seres creados (seres finitos) se da una cierta inestabilidad, una contingencia o falta de necesidad. Su existencia les viene dada desde fuera por alguna causa exterior. La existencia es el acto, distinto de la potencialidad a la que actualiza. Solamente en Dios son idénticas la esencia y la existencia.
Aquino considera que la inmortalidad del alma, al ser una verdad de razón y fe, puede demostrarse, y para ello utiliza argumentos basados tanto en Aristóteles como en Platón:
- Siguiendo al primero, el intelecto o alma es inmaterial. Si fuera material, como los sentidos del cuerpo, captaría solo aquello que su disposición corpórea permite captar (como la visión que solo capta las cosas visibles o el oído que solo capta las audibles), pero el alma puede captar la forma, el universal, y abstraerse de lo material. ¿Por qué? Porque ella misma carece de materialidad. Por tanto, si reconocemos que es inmaterial, de ello se deduce que es incorruptible, lo que determina que no es mortal.
- Siguiendo a Platón (y también afirmado por San Agustín), Aquino afirma que el alma es principio de vida y ello excluye su contrario, la muerte. Luego el alma es inmortal. Pero a diferencia de Platón, no considera el cuerpo una cárcel sino un instrumento; no es el alma quien razona y conoce, sino el hombre, compuesto naturalmente de alma y de cuerpo, pues los sentidos son para el Aquinate una fuente esencial de conocimiento.
Concluye, además, que el anhelo de inmortalidad que vive todo ser humano no puede haber sido dado por Dios en vano. Pero salvo en lo que respecta a la inmortalidad, Santo Tomás mantendrá la división del alma que concibe Aristóteles. Esta concepción se basa en una tripartición que atiende a la complejidad creciente de los seres vivos, por lo que más que hablar de “partes” del alma, habría que hablar de “capas”. Así, primeramente existe una facultad del alma vegetativa, encargada de las funciones vitales básicas que poseen todos los seres vivos, además de ser el lugar en el que llevamos inscrita la “ley natural”, tan importante en la ética. También poseemos un alma sensitiva, encargada de las funciones motoras, los instintos y la sensibilidad, y que por lo tanto poseen solo los animales (incluido el hombre). El conocimiento sensible surge de esta parte. Y por último, lo que hace que el hombre sea lo que es, es su alma racional, encargada de las funciones intelectuales y morales (entendimiento y voluntad).
Su teoría de la voluntad es uno de los aspectos más originales de su pensamiento. Aunque Dios orienta nuestra naturaleza (según la ley natural, todo hombre tiende de forma espontánea a la supervivencia, a la reproducción y al cuidado de los hijos; y al conocimiento y a la convivencia social), el hombre dispone de libre albedrío para elegir su conducta.
El Problema de Dios en Santo Tomás de Aquino
En la teología natural, es decir, en la demostración racional de la existencia de Dios, es donde se manifiesta la originalidad de este pensador, que en otros ámbitos apenas se desmarca del aristotelismo. Santo Tomás (siglo XIII) defiende que la existencia de Dios es un “preámbulo de la fe”, una verdad a la que se puede llegar tanto por la razón como por la fe, y que demuestra a través de la escolástica en su obra Suma Teológica.
En esa época la creencia religiosa opinaba que el conocimiento de la existencia de Dios estaba imbuido de un modo natural en todos los hombres (la “intuición intelectual” de Dios). Sin embargo, para Santo Tomás la existencia de Dios era evidente considerada en sí misma, pero no considerada respecto al hombre y su razón finita y limitada. En oposición a los argumentos “a priori” de San Agustín y al argumento ontológico de San Anselmo, reconoce que de la idea de Dios se puede deducir su existencia pensada, pero no su existencia real. La única existencia indudable es la que percibimos por los sentidos, por ello propone cinco pruebas o vías de la existencia de Dios que parten de la experiencia sensible.
Por tanto, Santo Tomás va a demostrar la existencia de Dios “a posteriori”, de los efectos a la causa. Todas las vías poseen una estructura similar, basada en tres momentos: la constatación de un hecho de experiencia; la aplicación del principio de causalidad al hecho constatado; y la afirmación de que es imposible una serie infinita de causas, de lo que se deriva una causa última.
- Primera vía: El movimiento. Hay cosas que se mueven, pero todo lo que se mueve es movido por otro. No puede haber una serie infinita de motores, por lo que hemos de determinar la existencia de un primer motor inmóvil: Dios.
- Segunda vía: La causalidad o eficiencia. Todas las causas de este mundo están causadas por algo externo. No hay una serie infinita de causas, tiene que haber una “causa incausada”: Dios.
- Tercera vía: La contingencia y necesidad. Parte de que los seres de la realidad, aunque existen, podrían no haber existido. Pero un ser contingente no puede darse a sí mismo su existencia. Si todos los seres fuesen contingentes no existiría ninguno, su existencia requiere de un ser necesario: Dios.
- Cuarta vía: La perfección. Vemos distintos grados de perfección en los seres de este mundo (bondad, belleza…). Ello implica la existencia de un modelo con respecto al cual establecemos la comparación, un ser perfecto en grado sumo: Dios.
- Quinta vía: La finalidad y el orden. Todos los seres tienden a un fin (pensamiento teleológico), aun cuando estos no tengan conocimiento de ese fin. Luego debe haber una inteligencia ordenadora que dirige las cosas naturales a su fin: Dios.
Estas cinco demostraciones, por tanto, nos llevan al problema de la Creación. El cristianismo considera a los seres como “criaturas”, pues reciben su existencia de Dios. Por ello existen, pero podrían no existir (son contingentes). Para Santo Tomás los seres son compuestos de dos elementos distintos: la esencia y la existencia. Interpreta en clave aristotélica la esencia como potencia, como capacidad para existir. La existencia en cambio la interpreta como acto, esto es, como actualización de la potencia. Es decir, la esencia, lo que puede ser, pasa a ser actual al existir. Así, hay grados de perfección en la existencia, porque hay esencias más perfectas que otras: por ejemplo, conocer es más perfecto que sentir, y Dios es aquel que tiene todas las perfecciones en grado sumo: su esencia es su existencia, es “acto puro”.
Santo Tomás dice que las cosas existen en la medida en que “imitan” o se parecen a Dios (teoría platónica de la participación). Sostiene que solo es propiamente Dios, y que del resto de los seres se dice que son por “analogía” (semejanza) con el ser de Dios.
El Problema Moral en Santo Tomás de Aquino
Su teoría moral está fundamentalmente basada en el eudaimonismo aristotélico, aunque también contiene algunos elementos agustinianos, como la teoría del libre albedrío. Santo Tomás está de acuerdo con Aristóteles en la concepción teleológica de la conducta del hombre. Es decir, comparte su ética finalista: nuestra conducta se orienta a un fin, y este fin, que para Aristóteles era la felicidad, se logra realizando lo propio de la esencia humana.
Santo Tomás está de acuerdo con Aristóteles en que la felicidad no puede consistir en la posesión de bienes materiales e identifica la felicidad con la posesión del conocimiento, especialmente si este es relativo a Dios. Por eso la felicidad coincide, para Aquino, con la salvación a través de la beatitud, es decir, a través de la contemplación de Dios, pues la felicidad no se limita a esta vida, sino que el hombre tiene un destino trascendente. Para lograrlo el hombre necesitará la “gracia divina”, debido a la limitación de sus fuerzas.
Aquino señala que el hombre se distingue por su racionalidad, por lo que es capaz de conocer sus inclinaciones y deducir de ellas ciertas normas de conducta, demostrando la existencia de la “Ley natural”, basada en tres preceptos que emanan de Dios. En este sentido, Santo Tomás, de acuerdo con la doctrina cristiana de la Creación, cree que la totalidad del universo está sometida a una ordenación que necesita a Dios como causa creadora. Esta ordenación se conoce como “Ley eterna”.
El hombre es un ser creado, al igual que el resto de la naturaleza, por lo que la ley natural que lo distingue emana a su vez de la ley eterna, pero solo rige para él, pues el hombre es el único ser racional y libre. Por eso la ley natural está compuesta de preceptos morales, que solo rigen para seres libres, mientras que los seres no dotados de razón, en cuanto que carecen de libertad, están regidos por leyes físicas.
La ley natural tiene los siguientes rasgos esenciales: en tanto que fundada en la naturaleza humana es universal e inmutable, ya que la naturaleza humana permanece idéntica en todos los hombres; y es evidente, en cuanto que debe ser cumplida por los hombres ha de ser fácilmente cognoscible por ellos. Su contenido viene a coincidir con los diez mandamientos, y también recibe el nombre de ley moral. El contenido de la ley natural puede ser resumido según los fines a realizar por la naturaleza humana:
- En cuanto que sustancia, los hombres han de conservar su existencia.
- En cuanto que animales, los hombres tienden a procrear, de lo que siguen normas relativas a la procreación y al cuidado de los hijos.
- En tanto que ser racional, el hombre conoce y vive en sociedad. Debe buscar la verdad y respetar las leyes de la justicia.
Con respecto a la convivencia social, Santo Tomás reconoce que tienen que crearse unas normas sociales convenidas por el conjunto de la sociedad. De ahí que hable de la “Ley positiva”, una exigencia y prolongación de la ley natural que se encarga de detallar unas normas morales sobre las que organizar la convivencia, respetando las normas dadas por la ley natural. La ley positiva es la norma jurídica de hecho reconocida en un cuerpo político.
El Problema de la Política en Santo Tomás de Aquino
Respecto a la política, Santo Tomás se desmarca de la actitud adoptada por San Agustín al considerar la existencia de dos ciudades, la de Dios (Jerusalén) y la terrestre (Babilonia), identificadas, respectivamente, con la Iglesia y con el Estado pagano. Las circunstancias sociales y la evolución de las formas de poder en el siglo XIII, especialmente los problemas derivados de la relación entre la Iglesia y el Estado, llevarán a Santo Tomás a un planteamiento distinto, inspirado también en la Política aristotélica, aunque teniendo en cuenta las necesarias adaptaciones al cristianismo.
Para Tomás, la sociedad, siguiendo a Platón y a Aristóteles, es el estado natural de la vida del hombre.
El fundamento de la filosofía política de Santo Tomás será la noción aristotélica de naturaleza: más que todos los demás animales, el hombre es social y político. La sociedad persigue unos fines concretos del mismo modo que cada uno de los componentes de la sociedad, esto es, los individuos, también tienen a su vez un fin hacia el cual tienden (la vida feliz y virtuosa). Si la vida humana es un camino hacia la felicidad, y si el hombre es un ser social, vivir al margen del estado no es humano; el hombre es por naturaleza un ser social nacido para vivir en comunidad con otros hombres; pero ya sabemos que Santo Tomás asigna al hombre un fin trascendente, por lo que ha de reconocer un papel importante a la Iglesia en la organización de la vida del hombre. Del mismo modo que había distinguido entre la razón y la fe y, aun manteniendo su autonomía, concedía la primacía a la fe sobre la razón, por lo que respecta a la sociedad, aun aceptando la distinción y la independencia del Estado y la Iglesia, aquel ha de someterse a esta, en virtud de ese fin trascendente del hombre. El Estado ha de procurar el bien común, para lo cual legislará de acuerdo con la ley natural. Las leyes contrarias a la ley natural no obligan en conciencia (por ejemplo, las contrarias al bien común, o las dictadas por egoísmo). Las leyes contrarias a la ley divina deben rechazarse y no es lícito obedecerlas, marcándose claramente la dependencia de la legislación civil respecto a la legislación religiosa.
Respecto a las mejores formas de gobierno, Santo Tomás sigue a Aristóteles, distinguiendo tres formas buenas y tres formas malas de gobierno que son la degeneración de las anteriores. Aunque la monarquía parece proporcionar un mayor grado de unidad y de paz, Santo Tomás tampoco descarta las otras formas de gobierno válidas, y no considera que ninguna de ellas sea especialmente deseable por Dios.
Época Moderna: René Descartes y David Hume
René Descartes: El Padre del Racionalismo Moderno
René Descartes nació en 1596 en Francia. Es considerado uno de los filósofos más influyentes de la modernidad y un pionero en la transición del pensamiento medieval al racionalismo. Su filosofía se centra en la búsqueda de la certeza absoluta y el establecimiento de un método riguroso para alcanzar el conocimiento verdadero.
El Problema del Conocimiento en Descartes
El racionalismo se caracterizará por la afirmación de que la certeza del conocimiento procede de la razón, y es la primera gran corriente de la filosofía moderna, inaugurada con Descartes. Para este, la ciencia modelo es la matemática, y el método de conocimiento es el hipotético-deductivo, según el cual a partir de unos principios evidentes (axiomas) el orden del universo se puede conocer. ¿De dónde provienen tales principios? Los racionalistas sostienen que el entendimiento posee por sí mismo esas ideas básicas, es lo que se conoce como innatismo (nacemos con ellas). Ello supondrá la desvalorización del conocimiento sensible, quedando la razón como única fuente de conocimiento.
Descartes defiende la idea de un saber universal, mathesis universalis. Aunque la ciencia posee un método eficaz, aún quedan muchos ámbitos del saber sin certeza. ¿Se puede exportar el método deductivo a todo el saber? Propondrá un método, basado en dos formas de conocer distintas: la intuición y la deducción. Para establecer las bases de nuestro conocimiento, debemos encontrar una certeza. Tal certeza debe ser una idea inmediatamente alcanzable para la razón, una intuición intelectual. Pero a partir de ella podemos deducir las consecuencias o relaciones que se deriven.
En su obra Discurso del método, Descartes distingue cuatro reglas que ha de seguir su método para llevarnos a un conocimiento verdadero:
- Regla de la evidencia: Consiste en la búsqueda de una certeza. Para ello, habrá que descartar todo conocimiento que no pueda intuirse con claridad y distinción.
- Regla del análisis: Consiste en la descomposición del problema en sus distintas partes, más simples.
- Regla de la síntesis: Recompondremos paso a paso las partes del problema, de simple a complejo.
- Regla de la enumeración: Hay que revisar los pasos, para cerciorarse de que no haya error.
Comienza la aplicación del método en otra de sus obras fundamentales, Meditaciones metafísicas, dividida en tres meditaciones. La primera comenzará con la regla de la evidencia, por lo que pone en cuestión todos los conocimientos. A este momento lo llama duda metódica: no se trata de una duda escéptica, sino que esta duda radical irá orientada a alcanzar una certeza clara y distinta desde la que reescribir la filosofía. Primero, aplica la duda al conocimiento que proviene de los sentidos, pues a veces nos engañan. En segundo lugar, reconoce que los sueños a veces parecen reales, es decir, ni siquiera podemos distinguir con seguridad la vigilia del sueño. Aún parecería haber ciertos conocimientos racionales que escapasen a su crítica, como los conocimientos matemáticos. Pero Descartes llega a suponer la existencia de un genio maligno que nos engaña cada vez que pensamos que algo es cierto.
Parece que el conocimiento se queda sin fundamento posible, pero en su segunda meditación alcanza una primera verdad, de la que no se puede dudar: sueñe o esté despierto, me engañe o esté en lo cierto, pienso, y si pienso, existo. He aquí el sentido de la fórmula “cogito, ergo sum”: pienso, luego existo. Descubierta esa primera verdad, Descartes se propondrá reconstruir todo el saber por medio de la deducción, y siguiendo los pasos del método. Analiza el contenido del pensamiento dividiéndolo en tipos de ideas. Reconoce la existencia de ideas innatas (infinitud, extensión y sustancia). De la idea de infinitud deduce la de perfección, y afirma que siendo el hombre imperfecto y finito estas ideas tienen que provenir de una causa real proporcional a ellas. Así, Descartes, a través de un giro antropológico que marca el nuevo espíritu de la época, deduce a Dios del yo (tercera meditación). Dios a su vez, infinito y perfecto, se convierte en garante de la existencia del mundo, pero Descartes solo reconoce la existencia de cualidades primarias (extensión, movimiento), defendiendo un mecanicismo determinista en el mundo físico. Como resultado de la aplicación del método, Descartes distinguirá tres órdenes en la realidad: res infinita o Dios; res cogitans o yo pensante, y res extensa o mundo.
El Problema de Dios en Descartes
René Descartes (s. XVII) es considerado el padre de la filosofía moderna justamente por desplazar a Dios del centro del problema filosófico y colocar al hombre en su lugar. El racionalismo se aleja del teocentrismo medieval y busca alcanzar un nuevo sistema filosófico sólido, basado en un método capaz de lograr un conocimiento cierto, al modo científico. Esto no quiere decir que Descartes rechace a Dios y lo expulse de su pensamiento, sino que el sujeto ocupará el papel fundamental. Partiendo de la duda metódica, Descartes pone todo en cuestionamiento, incluso a Dios. ¿Existe alguna verdad indubitable? Su primera certeza será la conciencia del yo que piensa, la existencia del sujeto pensante. Será una vez afirmado el cogito cartesiano que Descartes será capaz, deduciéndolo del propio pensamiento, de demostrar a Dios (giro antropológico).
Inspirado en las matemáticas y su método hipotético deductivo, Descartes quiere reconstruir todo el saber (mathesis universalis), y para ello busca una primera certeza indubitable. En su obra Meditaciones metafísicas, siguiendo los pasos de su método, pone todo en duda, y busca alguna idea clara y distinta que escape a ella. Llega a postular la existencia de un genio maligno que, al contrario que Dios, nos engañase constantemente. Pero Descartes llega a una certeza, una verdad indubitable: si pienso, existo (cogito ergo sum). Hasta aquí, demuestra la existencia del pensamiento. El siguiente paso será analizar su contenido, y aquí Descartes distingue distintos tipos de ideas. Dos de ellas (adventicias, facticias) requieren de la creencia en el mundo exterior, por lo que aún no pueden demostrarse. Pero hay un tercer tipo de ideas, las innatas, que están ya en el entendimiento, y que son la extensión, la sustancia y la infinitud. Descartes tomará esta última para avanzar. Basándose en la teología medieval, explica que donde se da la infinitud no hay ausencia de nada, y como el mal era ausencia de bien, en lo infinito no hay mal, lo infinito equivale a lo perfecto. Pero si el hombre es un ser imperfecto y finito, ¿de dónde provienen las ideas de perfección e infinitud si no de un ser que reúna esas cualidades y las haya puesto en su mente?
Para demostrar que Dios verdaderamente existe fuera de mi pensamiento, Descartes utiliza, por un lado, el llamado argumento ontológico de San Anselmo, según el cual algo tan grande que nada mayor pueda ser imaginado, Dios, no puede residir únicamente en el entendimiento, y, por lo tanto, ha de existir. Y por el otro, sostiene que la realidad objetiva de las ideas requiere una causa real proporcionada, es decir, la idea de un ser infinito requiere una causa infinita, y como el hombre es un ser finito, la idea de infinito debe provenir de un ser infinito, luego el ser infinito existe. Lo mismo podría aplicarse a la idea de perfección.
Demostrada la existencia de Dios, un ser todopoderoso (infinitud) y bondadoso (perfecto), alcanzamos la garantía de que a mis ideas le corresponde una realidad extramental, siempre y cuando las ideas se presenten de manera clara y distinta, pues Dios no permitiría que me engañase, ni se lo permitiría a un genio maligno. Puedo creer por lo tanto en la existencia del mundo. De la intuición del yo pensante se deduce el yo pensante, y de este a Dios, del cual a su vez se deduce el mundo, un mundo mecanicista regido por leyes físicas. En conclusión y como resultado de la deducción, Descartes distinguirá tres órdenes en la realidad: res infinita o Dios; res cogitans o yo pensante (inmaterial), y res extensa o cuerpos (mundo). Dios es la causa última de las otras dos.
El Ser Humano en Descartes
De la metafísica cartesiana se sigue, a propósito del ser humano, un dualismo radical. La idea cartesiana de que los cuerpos no son nada más que partes de materia en movimiento se aplica también a los seres vivos, eliminando la idea hilemórfica aristotélico-tomista del alma como principio de la vida y forma del cuerpo. Los animales no son nada más que máquinas muy perfectas, sometidas a las leyes mecánicas que gobiernan el resto del cosmos. La fisiología es, por tanto, una parte de la física.
Lo que vale para los animales vale también para el cuerpo humano, que como tal es res extensa: una máquina regida por las leyes de la mecánica, que tienen como motor principal el corazón. Pero, además de cuerpo, el ser humano posee una “mente” (o un “alma” en el sentido espiritual del término), que es sustancia pensante (res cogitans), es decir, el conjunto de los procesos mentales de los que tengo certeza inmediata. ¿Qué relación hay entre ambos?
El dualismo obliga a Descartes a defender posiciones muy radicales, cercanas a las de Platón. En especial, se ve obligado a afirmar que la unión entre cuerpo y alma es puramente accidental, con lo cual el ser humano sería simplemente un “compuesto” formado por dos tipos de realidad enteramente distintos. Y tiene también graves dificultades para explicar en qué consistiría esa unión entre dos seres tan distintos: un alma que es inmortal y libre y un cuerpo que es corruptible y está sometido a leyes necesarias. Para intentar entender su relación, Descartes habla de “espíritus animales”, partículas orgánicas que pondrían en contacto el alma con el cuerpo, transmitiendo a este las órdenes de la mente. Y afirma también que ambas sustancias están unidas a través del órgano denominado “glándula pineal” (epífisis). Sin embargo, no logra explicar cómo se realiza esta unión, ni la influencia de una sustancia sobre otra.
El alma influye sobre el cuerpo a través del intelecto y la voluntad. El cuerpo, a su vez, influye sobre el alma mediante las pasiones. La voluntad humana debe aprender a dominar las pasiones siguiendo los dictámenes de la razón. El ser humano posee la capacidad de elegir denominada “libre albedrío”, pero solo es verdaderamente libre cuando domina sus pasiones y sigue los principios de la razón.
La Ética Cartesiana: La Moral Provisional de Descartes
Una vez demostrada la existencia del mundo exterior, y analizada la composición del hombre en alma y cuerpo, ¿cómo ha de comportarse el hombre en el mundo para vivir bien y alcanzar la felicidad? La respuesta se encuentra en la moral, que para Descartes supone el grado más alto de la sabiduría.
Antes de formular el método y descubrir la verdad, Descartes sostiene que el hombre ha de aplicar una moral provisional, que, básicamente, consta de tres máximas, encaminadas a garantizar una conducta prudente y evitar problemas en la vida:
- Adaptarse a las costumbres y leyes del país donde se vive.
- Ser firme y resuelto en las acciones que uno resuelve emprender.
- No intentar alterar el orden del mundo, ni desear lo imposible (hacer de la necesidad virtud).
Pero esta ética, una vez hallado el Cogito y conocida la existencia de Dios, ha de ser sustituida por una auténtica ética filosófica, más sólida y mejor fundamentada, que en Descartes es una moral del buen juicio.
El centro de la ética cartesiana es la libertad del sujeto, el libre albedrío de la voluntad, que es lo que asemeja al hombre a Dios y le diferencia de los animales.
Según Descartes, el hombre es tanto más libre cuanto más fuerte es su alma, es decir, cuanto más ejerce el autodominio, controlando las pasiones del cuerpo, y encauzándolas adecuadamente, mediante su razón, hacia el bien.
Descartes cree, por consiguiente, que la auténtica libertad se obtiene, no cuando uno se deja llevar por la fuerza ciega y oscura de las pasiones, sino cuando la voluntad libre es iluminada por la razón y el conocimiento de ideas claras y distintas. De este modo, la clave de la ética cartesiana es juzgar bien: quien conoce la verdad, no puede dejar de actuar correctamente; en cambio, el mal procede de las pasiones que, con sus ideas oscuras y confusas, enturbian la mente del sujeto y le hacen actuar mal.
El autodominio se expresa a través de la virtud más perfecta que es la generosidad. Se trata de una virtud que garantiza la máxima felicidad y la mayor alegría para el sujeto, pues gracias a ella es consciente de que, valiéndose de su razón, es capaz de dominar sus pasiones más bajas y viles (como el orgullo y el egoísmo), renunciando a aquellos bienes externos que coartan su libertad.
Asimismo, es esta virtud la que garantiza la conservación de la sociedad, porque un gobierno justo es siempre aquel en el que el gobernante se muestra más razonable, ejerciendo el poder con generosidad, legitimidad y justicia.
En el control de las pasiones ejercido por la virtud juega un papel importantísimo la glándula pineal: como es ella la que pone en contacto el alma con el cuerpo, el alma sufre cuando recibe a través de dicha glándula la influencia de las pasiones que de él proceden; pero el alma puede mostrarse también activa, dominando tales pasiones, cosa que logra transmitiendo a través de la glándula pineal las órdenes que dicta la razón a los músculos del cuerpo. Por consiguiente, para alcanzar un comportamiento éticamente virtuoso, es menester cambiar la orientación de la glándula pineal, y habituarse a que el alma (la razón) mande sobre el cuerpo (las pasiones).
David Hume: El Empirismo Radical y sus Implicaciones
David Hume (s. XVIII), uno de los máximos representantes del empirismo británico, desarrolló una teoría del conocimiento que sitúa la experiencia sensible como la única fuente válida de conocimiento. A diferencia del racionalismo, que defiende la existencia de ideas innatas, Hume parte de la premisa de que la mente al nacer es una “tabula rasa”, una hoja en blanco que se va llenando con las impresiones e ideas derivadas de la experiencia. Este enfoque, característico de la filosofía moderna, coloca al sujeto como el punto de partida de la reflexión filosófica, abandonando las referencias al mundo o a Dios propias de la filosofía antigua y medieval.
Teoría del Conocimiento en Hume: Investigación sobre el entendimiento humano
Hume distingue dos tipos de percepciones en la mente: las impresiones y las ideas. Las impresiones son percepciones inmediatas, vivas y directas, que pueden ser de sensación, cuando provienen de los sentidos y nos permiten conocer las cualidades de los objetos externos, o de reflexión, cuando surgen de estados internos como emociones o deseos. Por otro lado, las ideas son copias más débiles de las impresiones, que quedan almacenadas en la memoria una vez que las impresiones han desaparecido. Las ideas pueden ser simples, si son copias directas de una impresión, o complejas, si surgen de la combinación de varias ideas simples. Hume establece un criterio de verdad para determinar la validez de una idea: si podemos señalar la impresión de la que procede, estamos ante una idea verdadera; de lo contrario, es una ficción. Este criterio es fundamental para criticar conceptos metafísicos como la sustancia o Dios, que no tienen una impresión asociada.
Hume sostiene que la mente no solo recibe impresiones e ideas, sino que las combina y asocia para interpretar la realidad a través de tres leyes universales de asociación de ideas: semejanza (agrupa ideas parecidas), contigüidad (relaciona ideas cercanas en tiempo o espacio) y causalidad (conecta causa y efecto). Estas leyes operan de manera automática e inconsciente, formando la base de nuestra interpretación de la realidad. Sin embargo, Hume cuestiona la validez de la causalidad, argumentando que no observamos una “conexión necesaria” entre causa y efecto, sino solo una sucesión constante de eventos basada en el hábito. Esta crítica socava la metafísica tradicional, que dependía de la causalidad para explicar la realidad.
En cuanto a los tipos de conocimiento, Hume distingue entre relaciones de ideas y cuestiones de hecho. Las relaciones de ideas son proposiciones necesarias y universales, propias de las matemáticas y la lógica, que no dependen de la experiencia y son verdades a priori. Por ejemplo, la proposición “el todo es mayor que sus partes” es universalmente válida y no necesita comprobación empírica. Por otro lado, las cuestiones de hecho son proposiciones basadas en la experiencia, que son probables pero no universales ni necesarias. Su verdad depende de la comprobación empírica, como en el caso de la afirmación “el sol saldrá mañana”. Hume destaca que el conocimiento de hechos no puede ser universal ni necesario, ya que siempre es posible que ocurra lo contrario.
Hume también critica las pretensiones del racionalismo de establecer conocimientos universales y necesarios a partir de conceptos como sustancia, causalidad, yo o Dios. Hume critica la causalidad, negando una conexión necesaria entre causa y efecto y reduciéndola a sucesiones constantes basadas en el hábito; rechaza la sustancia como sustrato permanente, considerándola una construcción mental sin base empírica; niega la existencia de un yo permanente, describiéndolo como una sucesión de percepciones cambiantes; y descarta la idea de Dios por falta de impresión empírica, invalidando los argumentos metafísicos sobre su existencia. Argumenta que estos conceptos no tienen una base empírica y, por tanto, carecen de validez. Para Hume, el conocimiento de hechos es siempre probable y contingente, no universal ni necesario. Esta postura lo lleva a adoptar una actitud escéptica frente a las afirmaciones metafísicas y a enfatizar la importancia de la experiencia como fundamento del conocimiento.
En conclusión, la teoría del conocimiento de Hume representa una defensa radical del empirismo. Al afirmar que todo conocimiento proviene de la experiencia y al cuestionar conceptos fundamentales como la causalidad, Hume sienta las bases para una filosofía crítica y escéptica. Su enfoque influyó en pensadores posteriores, como Kant, y sigue siendo relevante en debates contemporáneos sobre el conocimiento y la ciencia. Hume nos invita a ser conscientes de los límites de nuestro conocimiento y a basar nuestras creencias en la experiencia, evitando caer en especulaciones metafísicas infundadas.
El Problema del Hombre en Hume: Tratado sobre la naturaleza humana
Para Hume, la verdadera filosofía debe aspirar a ser una ciencia de la naturaleza humana que no solo explique, sino que también contribuya a la educación del hombre. Su concepción naturalista del alma y el cuerpo se separa completamente de la concepción sustancialista. El cuerpo es sin duda un dato que nos suministra la experiencia. Sin embargo, al negar el concepto de sustancia y de razón humana, elimina esta facultad como fundamento del hombre, rompiendo con toda la tradición anterior. Rechaza la concepción sustancialista, negando el yo (una sucesión de percepciones), Dios (sin base empírica) y el mundo externo (solo conocemos percepciones). Su enfoque naturalista y escéptico se centra en la experiencia, abandonando las abstracciones metafísicas sin fundamento.
La crítica al concepto de “yo” como sustancia es la base también de su antropología. El “yo” no es ninguna sustancia, sino la sede de todas nuestras impresiones e ideas. Según el criterio cartesiano, para Hume “no existo”, no hay sustancia pensante; sin percepciones, solo quedaría la nada. El yo por tanto se reduce a un cúmulo de percepciones en flujo perpetuo, unidas a través de las leyes de asociación de ideas. Pero queda un problema por resolver, y es la relación entre un “yo” pasivo, sede de impresiones e ideas, y un “yo” activo, interesado y deseante. Afirma para ello la voluntad como capacidad del hombre de decidir y elegir.
En cuanto al problema de la inmortalidad del alma, al negar el alma, Hume afirma que tras la muerte se diluyen las percepciones, y sin ellas no queda nada del sujeto.
Hume se propuso realizar algo parecido a lo que hizo Newton en el ámbito de la física pero en el ámbito de la naturaleza humana: la formulación de principios no metafísicos que expliquen el comportamiento natural de los fenómenos. La ciencia del hombre, entonces, está basada en la experiencia, es decir, en la observación de los “hechos” y en el análisis de los mecanismos psicológicos que hacen posible el conocimiento humano. Pero dicha ciencia no solo descubre la posibilidad del conocimiento sino que además es útil a la humanidad. La utilidad se desprende de conocer los límites reales del conocimiento, pero no se queda ahí. El escepticismo y fenomenismo de Hume no evitan que, en la práctica, la creencia basada en la costumbre sea muy útil y “…tan necesaria para la supervivencia de nuestra especie y la dirección de nuestra conducta en toda circunstancia y suceso de la vida humana” (Investigación sobre el conocimiento humano). El mecanismo por el cual creemos que las cosas seguirán siendo en el futuro como fueron en el pasado es, para él, un instinto que hace del pasado la regla del porvenir.
El Problema de la Ética en Hume: Investigaciones sobre los principios de la moral
La moral es una cuestión prioritaria que hace de Hume un verdadero ilustrado. El método utilizado en este caso también será el experimental y la obra principal en la que trata estas cuestiones es Investigaciones sobre los principios de la moral. En este campo huye también del racionalismo para explicar que la moral no se basa en la razón, sino, muy al contrario, en el sentimiento.
La moral consiste en la valoración de acciones mediante juicios correctamente formulados. Para la metafísica tradicional, el fundamento de esos juicios está en la razón, que nos permite conocer el orden al que deben ajustarse los actos. Si la acción se corresponde a ese orden es buena o justa, y la acción inmoral es la que va en contra del orden conocido. Hume criticará de nuevo la metafísica tradicional.
La falacia naturalista consiste en el paso ilegítimo de lo que “es” a lo que “debe ser”. En ese paso inadvertido radican los principales errores de la moral. Pero dice Hume que del hecho de que los hombres actúen de determinada manera no se deduce que los hombres deben actuar así. La falacia naturalista iguala lo bueno con una propiedad natural, pero “lo bueno” no es ninguna cualidad objetiva a la que se pueda acceder a través de la razón, sino las propias valoraciones del observador, basadas en los sentimientos de agrado o desagrado que nos producen los objetos y personas.
Para Hume son los sentimientos los que mueven a la acción. A la razón le corresponde una función auxiliar, al servicio de las pasiones; puede conocer las circunstancias y considerar las posibles consecuencias, pero en ningún caso determina por ella misma que se obre en un sentido u otro. Cuando se nos presenta un dilema moral y juzgamos algo como bueno o malo, para Hume no lo hacemos mediante una operación racional, sino que nos mueve el sentimiento. Que el juicio moral esté fundado en el sentimiento es lo que se conoce como emotivismo moral, y consiste en confiar en los sentimientos como fundamento de la conducta humana.
Eliminada la posibilidad de una valoración moral objetiva y universal, parece que caemos directamente en el relativismo moral. Sin embargo, no es así, pues Hume cree que la naturaleza humana es común y constante y que los sentimientos se desprenden de ella, lo que hace que a todos nos causen agrado o desagrado los mismos hechos. Aunque reconoce que es un producto social, resultado de una convención, basada en la utilidad de esa conducta. Las conductas socialmente útiles serán interpretadas como buenas, y viceversa. La originalidad del planteamiento de Hume reside en la importancia que le concede a las pasiones como rectoras de la voluntad. El hombre no es una máquina calculadora, sino que se mueve por emociones.
Para Hume, la moralidad se basa en un sentimiento universal llamado simpatía. La simpatía es una especie de instinto o gusto natural que nos lleva a aprobar lo que es beneficioso y desaprobar lo perjudicial. Así, las virtudes lo son por su utilidad. Lo útil produce espontáneamente alabanza o simpatía en los demás. Los vicios, en el sentido de conducta reprobable, es lo perjudicial.
En cuanto a la política, Hume afirma que tanto las leyes como la organización social se basan en la utilidad. Hace un estudio de la política empírico, basado en los hechos. Considera en su análisis que cada caso es particular y que el mejor sistema político será el que mejor se ajuste a cada nación, atendiendo a sus peculiaridades.
El Problema de Dios en Hume
Hume se pregunta por el origen de la religión en la naturaleza humana (Historia natural de la religión) y por su fundamentación racional (Diálogos sobre la religión natural). Esta última se refiere a lo que se ha denominado “teología natural”. Hume es implacable con la teología pero condescendiente con el sentimiento religioso, propio de la naturaleza humana.
Hume niega que sea factible conocer racionalmente la esencia o la existencia de Dios y pone en tela de juicio las “pruebas a priori” y “a posteriori”: todas las inferencias causales que tienen alguna validez se fundan en la observación de la unión entre dos clases de objetos. Privados de esta experiencia cuando nos referimos a la relación Dios-mundo, ¿qué sentido tiene esta asociación?
También critica pasajes de la teodicea (justificación de Dios), por la benevolencia infinita que la teología atribuye a Dios: ¿por qué se da entonces el mal en el mundo? Tenemos por un lado la experiencia del mal (hecho), y por otro, la creencia en un Dios sabio, bueno y poderoso en grado sumo. Si el mal en el mundo es un hecho, entonces se puede cuestionar la naturaleza moral de Dios; es decir, si el mal no puede demostrar su inexistencia, sí puede probar que Dios es ajeno a los intereses, asuntos y finalidades humanas.
Al tiempo que Hume declaró que la creencia, en el sentido no religioso, es un instinto que permite al hombre sobrevivir, sostuvo que hay en la humanidad una tendencia habitual hacia lo extraordinario y lo maravilloso (sentimiento religioso). El origen de la religión es para Hume el temor que suscita en los seres humanos lo desconocido. Los hombres primitivos acudían a seres invisibles y poderosos con la esperanza de que detuvieran los desastres naturales. Este es el origen del politeísmo. Con el monoteísmo los hombres crearon la idea abstracta de un único dios y tuvo consecuencias sociales poco constructivas por ser más intolerante, defender virtudes pasivas de sumisión, y establecer dogmas en contra de la razón. Rechaza de plano y sin contemplación la ignorancia oscurantista y la superstición que conducen al fanatismo y la intolerancia (a la que son especialmente proclives los monoteísmos en la medida en que se afanan por proclamar una única religión verdadera). Muchas religiones sacan lo peor del ser humano.
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