29 Dic

1. La singularidad de lo humano

¿Qué es un ser humano? ¿Qué es lo que nos diferencia de los demás animales? No es esta una pregunta de fácil respuesta, aunque a primera vista sí nos lo parezca. Al formularla, delimitamos que el ser humano como tal es una realidad específica, con características de algún modo diferentes a las del resto de los seres.

Sin embargo, características que tradicionalmente se habían considerado exclusivas de los seres humanos se han comprobado hoy en día que también se dan en otros animales, especialmente entre los monos antropoides: los chimpancés, en las orillas del lago Tanganica, fabrican una especie de bastones que les sirven para la obtención de termitas; otros chimpancés ensamblan cañas para obtener un alimento suspendido fuera de su alcance; o, en este caso adiestrados, han aprendido vocabularios de unas cien palabras; se ha visto a toda una comunidad de macacos aprender por imitación a lavar patatas en un río después de que uno de ellos encontrara por azar que las patatas son más gustosas lavándolas antes de comerlas, etc.

Cuando nos enfrentamos al individuo humano y buscamos qué es lo que lo caracteriza como persona, aquello sin lo cual no nos atreveríamos a denominarlo como tal, nos encontramos con que no nos referimos a una entidad puramente física natural, ni solamente a una entidad psíquica, sino al hombre como persona, que como tal posee una múltiple dimensionalidad. Muchas veces se ha intentado captar la esencia de lo humano con alguna definición o rasgo definitorio. Pero cualquiera de esos rasgos, por sí solo, mostraba su insuficiencia.

Por singularidad vamos a entender todas aquellas características que nos diferencian específicamente de los demás animales. El estudio de dichas características lo haremos a través de las dimensiones humanas y son:

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II. No especialización y multifuncionalidad de los órganos

Diversos autores han puesto en relación el nacimiento inmaduro y el desarrollo lento con la no especialización del ser humano. Los animales nacen especializados, o preparados para adaptarse rápidamente a un medio ambiente concreto, habiendo desarrollado para ello una de las posibilidades de su organismo, pero al precio de renunciar a otras. En cambio, el ser humano nace con una indeterminación que irá superando a través de un lento desarrollo. Esto supone la ventaja de que el hombre mantiene durante más tiempo diversas opciones adaptativas, al no quedar reducido, desde su nacimiento, a una sola de ellas. Esto contribuye a lo que podría denominarse como multifuncionalidad de las partes de nuestro organismo.

Podemos utilizar de forma multifuncional diversas partes de nuestro cuerpo y no solo, como aparece patente para todos, las manos. Pensemos en nuestras extremidades inferiores: aunque estén específicamente adaptadas para la sustentación del cuerpo y la traslación en un medio terrestre que nos permite desplazarnos, correr, trepar, saltar, etc., también podemos utilizarlas para nadar, impulsar balones con gran precisión, presionar pedales, golpear, cabalgar, etc. Y qué decir de la riqueza de posibilidades expresivas que podemos mostrar con nuestro cuerpo, que ha dado lugar a la danza, a la mímica o al teatro.

B) La dimensión psicológica

III. Conciencia de sí mismo

Una de las características más obvias y a la vez más misteriosas de nuestra mente es la conciencia, la capacidad que tiene el ser humano para hacerse a sí mismo objeto de reflexión. Podemos describir la conciencia como la representación interna que los seres humanos tienen de sí mismos, de sus pensamientos, deseos, actos, etc.

Hasta cierto punto, los animales tienen también conciencia en el sentido de un «darse cuenta». De otra manera no podrían responder adecuadamente a las alteraciones del medio, desplegando conductas que les permiten sobrevivir. Los chimpancés, colocados ante un espejo, saben en poco tiempo que aquella figura es la suya y dejan de comportarse agresivamente.

Pero, además de tener esa conciencia, los seres humanos «nos damos cuenta de que nos damos cuenta», es decir, tenemos una conciencia que podríamos llamar refleja, una conciencia personal. Es esta conciencia refleja, o autoconciencia, la que nos diferencia de animales y también de máquinas. Podemos admitir la existencia de inteligencia en los modernos ordenadores, capaces de vencer (con la ayuda de los programadores) a grandes maestros de ajedrez, pero de ninguna manera tienen conciencia de su actividad o de su triunfo.

La conciencia no surge espontáneamente o en el vacío, sino en el contexto de un medio social. En el origen de nuestra conciencia y de nuestra identidad están siempre los otros. El espejo del chimpancé es, en el mundo humano, la mirada de los demás. Si somos capaces de comprender el pensamiento, el sentimiento y el comportamiento de los demás es porque somos capaces de comprender los nuestros propios y, por otro lado, el conocimiento que los demás tienen de nosotros determina nuestro autoconocimiento.

IV. Vida afectiva

La vida del ser humano tiene un componente afectivo que siempre ha sido destacado por la filosofía y, ahora también, por la ciencia psicológica. Los animales pueden tener apetitos e impulsos, es decir, deseos de aquello que les causa placer e impulsos a evitar lo que les causa dolor. En cambio, en los humanos los deseos están mediatizados por su capacidad racional, por la posibilidad de reflexionar y deliberar acerca de opciones diferentes.

El ser humano tiene una necesidad de afecto que ha de ser puesta en relación con su sociabilidad: el hombre quiere sentirse integrado en un grupo y teme a la soledad y al aislamiento. La psicología ha insistido en la importancia de que el individuo se sienta querido hasta el punto de que, con palabras de J. A. Marina, podría afirmarse que «el amor en los primeros años es tan importante para el desarrollo emocional como la nutrición lo es para el desarrollo físico». El desarrollo de la empatía comienza en la temprana infancia. Desde el momento en que los seres humanos son capaces de leer e interpretar la vida interior de sus semejantes, se abre el camino a un tipo de relaciones específicamente humanas.

Sólo entre humanos es posible la amistad, la confianza, la lealtad, la compasión, la venganza, el odio, la envidia, etc. Se puede, pues, decir que nuestra vida es una larga educación sentimental en la que el individuo tiene que aprender, a través de las relaciones con los demás, lo que siente y es capaz de sentir un ser humano.

V. Lenguaje, inteligencia, simbolización y abstracción

Para muchos, lo propio del ser humano es la capacidad para crear y utilizar símbolos, que se refleja, entre otras manifestaciones, en el lenguaje. Algunos animales son capaces de comunicarse. Pero para ello solo utilizan signos, nunca símbolos. Signo es toda cosa cuya percepción nos remite a lo que naturalmente la ha producido. El humo es signo del fuego y el trueno lo es de la tormenta. Símbolo es toda cosa a la que se atribuye convencionalmente un significado; por ejemplo, cinco aros en determinada disposición son el símbolo del deporte olímpico. También las palabras son símbolos, pues son convencionales: un mismo objeto, idea o sentimiento pueden ser expresados mediante nombres diferentes.

No basta con la capacidad para relacionar un objeto, sentimiento o suceso con un sonido o grafismo; además, es preciso comprender que los nombres son universales, es decir, que no sirven para designar un solo objeto sino a todos los que tienen unas características más o menos comunes. El término «amor» no sirve para designar solo el sentimiento que un hombre o una mujer tiene en un momento determinado, sino que sirve para explicar todos los sentimientos de una determinada naturaleza, que millones de seres, reales e imaginarios, han tenido, tienen y tendrán a lo largo de la historia. Esto es posible gracias a la capacidad de abstracción de los seres humanos, es decir, la capacidad para pensar la realidad a partir de conceptos, prescindiendo de las características concretas y particulares de cada objeto. El lenguaje y la abstracción posibilitan acometer proyectos y acciones complejos, ya que la planificación se efectúa mediante una especie de «discurso interior». Solo los planes muy sencillos podrían tener lugar sin palabras.

Pero el hombre, al crear símbolos, no solo los usa como palabras o pensamientos. Crea universos simbólicos como el del arte, las religiones o las propias ciencias. Todas las formas de vida en las que el ser humano se mueve, desde las artísticas y religiosas a las científicas y técnicas, son simbólicas.

Como afirma Cassirer, el hombre no trata con la realidad cara a cara. Mediante su capacidad de abstracción y de simbolización el ser humano se libera de lo sensible e inmediato y es capaz de referirse a realidades que no están presentes, o a objetos que nunca ha visto o son, simplemente, inexistentes. Esta es la condición para una de las cualidades esenciales del hombre: la capacidad para planificar su vida, para actuar pensando en el futuro. Mientras que la vida del animal es respuesta inmediata a los problemas (necesidad de comer, defensa, etc.) o a necesidades que se plantean en cada momento, la vida humana se ha liberado de la «tiranía de los estímulos», ya que podemos dejar para más tarde la respuesta, o simplemente «decir no» al estímulo. Este es el primer paso para controlar y dirigir nuestras actividades mentales, para la libertad.

C) La dimensión relacional

VI. Vida social

El menor peso de lo biológico implica la apertura a la influencia de lo social. Es al grupo al que le corresponde suplir las deficiencias naturales del recién nacido. Solo en un medio social se llega al dominio de características fundamentales de los humanos tales como el lenguaje, el manejo de instrumentos, la marcha bípeda, etc.

Muchos animales y plantas viven en comunidades más o menos integradas y en diferentes niveles de complejidad, estableciéndose entre ellos cierta cooperación. La hormiga no puede existir sin el hormiguero o la abeja fuera de la colmena. Pero en el caso del ser humano no es solo que dependa de otros para su subsistencia, sino que el ser humano se constituye como tal a partir del trato con el grupo. Las relaciones sociales alcanzan en los seres humanos un nivel de complejidad desconocida en las otras especies. A diferencia de los restantes animales, para poder vivir en sociedad el ser humano ha de tener la capacidad y sensibilidad para comprender a los demás. La naturaleza de las relaciones entre humanos exige la capacidad de ponerse en el lugar de los otros, de comprender sus pensamientos, sus sentimientos y de anticipar mentalmente sus reacciones para poder actuar.

D) La dimensión trascendental

VII. Sentido moral

No estamos obligados a querer hacer una sola cosa. Aunque, por otro lado, no podemos hacer cualquier cosa que deseemos. Algunas de nuestras limitaciones surgen del hecho de que somos seres racionales que vivimos en sociedad. Nuestra razón se caracteriza, entre otras cosas, por su capacidad para establecer convenciones, normas y leyes que no nos impone la biología, sino que aceptamos voluntariamente. Esas normas y leyes nos elevan por encima del orden natural, donde impera la ley del más fuerte, y nos permiten la supervivencia como especie y la vida en sociedad.

Sabemos, además, que cualquier conducta posible no es igualmente valiosa, y lo sabemos porque podemos prever las consecuencias de nuestras acciones, valorar los fines que pretendemos y los medios que utilizamos. El sentido moral es una característica exclusiva de los seres humanos: solo nosotros evaluamos las acciones como moralmente buenas o malas. No se conoce sociedad alguna cuya cultura no incluya una moral, es decir, un conjunto de normas y valores específicos, que se imponen como deberes o prohibiciones para un grupo humano que los reconoce como obligatorios.

VIII. Las capacidades técnicas y artísticas

El ser humano es un creador de realidades. Ortega llega a afirmar que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene técnica.

Para Ortega la técnica no es algo que el hombre tiene, sino que el hombre es: el hombre es técnica. La técnica surgió como capacidad para suplir la minusvalía humana, proporcionando el suplemento de ser del que, inválidos por naturaleza, carecemos. Por ello la técnica se concibe como el artificio esencial del hombre, en doble sentido. En el sentido subjetivo la técnica es producto humano, efecto del hombre; la técnica es humana. Pero también en el sentido objetivo, el hombre tal y como lo conocemos es producto técnico, efecto de la técnica. La técnica es, como decía Ortega, la «reforma de la naturaleza», la «adaptación del medio al sujeto», el «esfuerzo para ahorrar el esfuerzo», la «producción de lo superfluo».

E) La dimensión histórica

IX. Temporeidad

La capacidad para elaborar proyectos y establecer planes libera al ser humano de lo inmediato, del presente, y hace de él un ser que mira al futuro, que piensa en lo que todavía no ha ocurrido. En este sentido, el ser humano es un ser constituido por la temporeidad, es decir, interesado por el pasado y proyectado hacia el futuro.

Por un lado recibimos los logros y habilidades alcanzados por otros hombres a través de la cultura y de la tradición. Pero además nos preocupamos, o tratamos de anticipar el futuro. Más que anticiparlo, lo que el hombre hace, sobre todo a través de la acción técnica y de su capacidad proyectiva, es «inventar el futuro», transformando el medio en el que vive.

Además, cada uno de nosotros tiene íntima, y a veces angustiosa, conciencia del tiempo, del carácter efímero de las cosas y de que nuestro propio ser es duración. De ahí que muchos hombres se hayan preguntado por la muerte («La especie humana —decía Voltaire— es la única que sabe que debe morir») y por la inmortalidad desde muy antiguo, como atestiguan los ritos funerarios, la creencia en el más allá o las diferentes manifestaciones religiosas.

12. El ser humano en el proceso evolutivo

2.1 Factores que influyeron en el proceso de hominización

El paso del primate al homo vino determinado por una serie de cambios ecológicos, biológicos, alimenticios, anatómicos, culturales, etc., tan interrelacionados entre sí que resulta difícil establecer cuál de ellos fue el determinante. El proceso de hominización es un fenómeno sumamente complejo en el que, además, se ignoran multitud de aspectos por la insuficiencia de datos.

De acuerdo con la información existente, parece que hacia la segunda mitad de la era terciaria (hace unos 22 millones de años) tuvo lugar en África un largo proceso de sequía que provocó una disminución de la zona de bosques tropicales y su sustitución por zonas de sabana semiárida, en las que algunos primates comenzaron a instalarse. Esto provocaría, a lo largo de millones de años, importantes modificaciones adaptativas.

Los primates que pasaron a la sabana se vieron en la necesidad de sobrevivir en un espacio abierto, desconocido, en el que las distancias eran mucho mayores que en el medio arbóreo, y en el que acechaban peligros —por ejemplo, gran cantidad de depredadores— y posibilidades desconocidas. La curiosidad y la exploración del nuevo medio pasaron a ser necesidades vitales. Los instintos que hasta el momento les permitían una rápida y segura adaptación al medio arbóreo les servían de poco en la sabana. Se favoreció, de esa manera y a lo largo de un tiempo muy dilatado, el abandono de los instintos y el desarrollo de la capacidad de observación. El paso del bosque a la sabana estuvo en estrecha relación con una serie de cambios anatómicos que se fueron produciendo en los homínidos; el más importante o, por lo menos, básico de todos fue el bipedismo.

La posición bípeda, con la peculiar disposición de cara y ojos propia de los homínidos, supuso una ventaja adaptativa ya que es la óptima para la observación y para mirar lejos. Mientras que otros animales ven, en la sabana, desde una posición mucho más próxima al suelo, teniendo que detenerse para erguirse, para oír o para olfatear a sus potenciales presas o depredadores, los homínidos estaban siempre observando las grandes distancias de la sabana, mirando las lejanías, lo que les permitía anticiparse a los peligros, aprovechar los recursos del medio y divisar, una vez que empezaron a cazar, a sus presas mucho antes de que su presencia fuera advertida por éstas.

La marcha bípeda, de acuerdo con todos los indicios, generó otros cambios corporales y, en general, consecuencias muy importantes para el género humano. Uno de los cambios anatómicos más relevantes pudo muy bien ser la liberación de las manos de las funciones ambulatorias. Esto facilitó que las manos pudieran ser utilizadas para realizar con más precisión actividades que antes se realizaban con la boca, para el manejo y, posteriormente, la fabricación de instrumentos. Puede afirmarse que las manos fueron la primera herramienta de precisión del Homo sapiens («instrumento de instrumentos», la llamó Aristóteles).

Los efectos de la bipedestación no se agotan en lo descrito. Ya se anticipó que la combinación de la verticalidad con la colocación de la cara y los ojos en ella, de forma que podamos mirar lejos, con visión coloreada y estereoscópica para evaluar muy finamente distancias y para captar la realidad en tres dimensiones, hizo surgir un amplio mundo perceptivo, de gran eficacia depredadora, ya que permitía descubrir presas y alcanzarlas certeramente con armas arrojadizas. El nuevo horizonte perceptivo respondió a necesidades supervivenciales, pero, apenas pudieron nuestros antecesores liberarse de algunas de estas urgencias vitales, la amplia visión humana se convirtió en «contemplación» desinteresada. El hombre, erguido, está «circum spectans», mirando a su alrededor, y facultado para mirar al cielo, un espacio que desde el origen de lo humano ha sido objeto de asombro e interés. La contemplación de la grandeza del espectáculo provoca el placer, la curiosidad y la admiración que, mucho tiempo después, serían las experiencias que moverían al estudio de la naturaleza y de la filosofía.

Si la bipedestación y la fabricación de instrumentos caracterizaron las primeras fases de la evolución humana, la capacidad fisiológica para la comunicación verbal constituyó la base corporal de sus últimas fases. El lenguaje simbólico y articulado, totalmente distinto a cualquier otro lenguaje animal, no hubiera sido posible sin un cerebro complejo y un aparato fonador que exige un gran espacio bucal libre y una especial colocación de cabeza y cuello. Sin el lenguaje nuestro progreso no habría sido posible. El lenguaje permitió un rápido y perdurable intercambio de información, de experiencia y de habilidades adquiridas, lo que dio lugar a la mayor complejidad de los sistemas sociales humanos y, en definitiva, a la cultura.

2.2 Evolución y cultura: hominización y humanización

Por lo que se refiere a las formas de vida, las transformaciones (a las que también hemos hecho referencia ya) se dan en tres ámbitos: en el ámbito de las relaciones con el medio (desarrollo técnico a partir de la fabricación de instrumentos), en el de las relaciones con los congéneres (cooperación, distribución de tareas, organización social) y en el de la comunicación (desarrollo del lenguaje). Todas estas transformaciones en el modo de vivir y comportarse pertenecen al ámbito de la cultura y constituyen el proceso de humanización.

Los procesos de hominización (constitución de la especie biológica) y de humanización (desarrollo cultural) en un principio se consideraron como procesos sucesivos: primero tuvo lugar la hominización y, una vez constituida la especie humana, se produjo el desarrollo cultural. Sin embargo, no son procesos sucesivos sino interdependientes y con una influencia recíproca. Así, por ejemplo, una cerebración mayor (hominización) hace posible la fabricación de mejores instrumentos (humanización) y ésta, a su vez, actúa sobre la evolución favoreciendo la selección natural de los individuos más cerebrados. A este respecto escribe M. Harris en su Antropología cultural lo siguiente:

3. La dialéctica naturaleza–cultura

3.1 El hombre: naturaleza cultural

El ser humano es una realidad que se hace y se construye, esto es, una realidad emergente. Es un ser inacabado, abierto, in fieri, una «entidad infinitamente plástica» que se tiene que hacer a sí misma. Siguiendo a Ortega, podemos decir: «El hombre no es cosa ninguna, sino un drama -su vida-, un puro y universal

6. ¿Cuál es la idea principal del texto?

El ser humano no tiene más remedio que ir haciéndose en el transcurso de su vida. Los demás seres no se hacen ni se modifican a sí mismos, mientras que el hombre es el ser que se hace a sí mismo. Siguiendo a A. Gehlen, cabe afirmar que el ser humano es un ser práxico, un ser que no está terminado; es decir, un ser que sigue siendo tarea para sí mismo y de sí mismo. El ser humano es un ser práxico porque es un ser no especializado y carece, por tanto, de un medio ambiente adaptado por naturaleza.

La libertad en el sentido que acabamos de ver —como indeterminación instintiva del obrar— es un don ambiguo. El ser humano nace desprovisto del aparato instintivo necesario para obrar adecuadamente, aparato que, en cambio, posee el animal; y, sin embargo, ese mismo desamparo constituye la fuente de la que brota el desarrollo humano. Es decir, la debilidad biológica del ser humano es la condición de la cultura y libertad humanas. Ortega, desde su historicismo, expresa con mucho acierto esta característica del ser humano de ser un ser inacabado diciéndonos:

. El hombre es insustancial. 7. Explica la frase: “El hombre es insustancial”

Como vemos, el ser humano, desde el comienzo de su existencia, se ve obligado a elegir entre diversos cursos de acción. Por el contrario, en el animal hay una cadena ininterrumpida de acciones que se inicia con un estímulo y termina con un tipo de conducta más o menos determinada, eliminándose así la tensión creada por el estímulo. En el ser humano esta cadena se interrumpe: el estímulo existe, pero la forma de satisfacerlo permanece abierta.

En lugar de una acción instintiva predeterminada, el ser humano tiene que valorar mentalmente diversos tipos de conducta posible. Empieza a pensar, modifica su papel frente a la naturaleza, pasando de la adaptación pasiva a la activa: crea. Inventa instrumentos, y al mismo tiempo que domina a la naturaleza, se separa de ella cada vez más; va adquiriendo una oscura conciencia de sí mismo —y de su grupo— como de algo que no se identifica con la naturaleza; cae en la cuenta de que le ha tocado ser parte de la naturaleza y trascenderla.

Al contrario de lo que le ocurre al animal —cuyas respuestas conductuales están enclaustradas dentro de unos límites predeterminados—, la respuesta del ser humano no está prefijada, queda indeterminada, como una primera dimensión de su libertad (dimensión negativa de la libertad o «libertad de» —naturaleza—). El ser humano tiene así que poner en juego su inteligencia como medio para responder a las exigencias de la realidad, que así se convierte para él en «mundo», algo no definitivamente dado, sino que más bien tiene que construir él mismo de algún modo.

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Así las cosas, podemos afirmar que el ser humano es una realidad biológicamente deficitaria; es decir, desnaturalizada, abierta, inacabada, in fieri; un ser no especializado, libre de la determinación instintiva y, por ello, necesita echar mano de la cultura para suplir esa deficiencia y poder vivir. La cultura viene así a convertirse en una segunda naturaleza que solventa las deficiencias de la naturaleza humana (podríamos llamarla primera naturaleza). Por eso dice Ortega que «el hombre no tiene naturaleza sino historia». Esto es, resulta que en el ser humano la naturaleza misma posibilita y exige que se despliegue la cultura. En el caso del ser humano, por tanto, la cultura no es un lujo o un adorno, sino algo necesario para la vida humana. Como señala Zubiri, al animal le viene dado por naturaleza el ajustamiento con su medio; el ser humano, en cambio, tiene que fabricárselo, y para ello tiene que echar mano de la cultura. Veamos, pues, qué es la cultura y qué la caracteriza.

3.2 La noción antropológica de cultura

Como acabamos de ver, el ser humano no tiene naturaleza sino historia, es decir, cultura; es un ser desnaturalizado, o mejor dicho, un ser cuya naturaleza es su cultura. Tratemos, por tanto, de definir qué es cultura. Para ello, recogeremos cuatro definiciones de cultura, a saber:

  • E. B. Tylor dice que la cultura es “ese todo complejo que comprende conocimientos, creencias, arte, costumbres y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre en tanto que miembro de la sociedad”.
  • B. Malinowski afirma que la cultura es herencia social y “comprende artefactos, bienes, procesos, técnicas, ideas, hábitos y valores heredados”.
  • M. Harris define la cultura como “el conjunto aprendido de tradiciones y estilos de vida, socialmente adquiridos, incluyendo los modos pautados y repetitivos de pensar, sentir y actuar”.
  • J. Mosterín afirma que “la cultura es la información transmitida por aprendizaje social”.

De estas definiciones podemos extraer rasgos fundamentales:

  1. Las reglas, hábitos y comportamientos culturales son aprendidos. Esto quiere decir que la cultura no se transmite genéticamente; no forma parte de la herencia biológica de la especie. Cada individuo debe aprender las pautas culturales de conducta. De este modo queda establecida una oposición nítida entre lo natural (lo recibido biológicamente, herencia genética) y lo cultural (lo aprendido).
  2. Cada individuo aprende las reglas culturales de otros individuos del grupo al que pertenece. De ahí que la cultura sea un fenómeno social. Cada grupo social tiene su cultura propia y características. Este rasgo lleva a una concepción pluralista de la cultura; en realidad, más que de «cultura» habría que hablar de «culturas», en plural.

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3.3 La historicidad de lo humano: el ser humano aprende, comunica y transmite lo aprendido

Aunque es innegable que existen individuos de especies no humanas que aprenden ciertos comportamientos y los adoptan posteriormente, sin embargo, el término cultura lo reservamos solo para el ser humano. Para explicar por qué esto es así, empezaremos diciendo que desde el punto de vista del aprendizaje existe una barrera infranqueable entre los animales superiores y el ser humano. Los animales solamente aprenden por imitación de sus congéneres, es decir, observando directamente la conducta de éstos y repitiéndola ellos mismos. Esta circunstancia limita definitivamente su capacidad de aprendizaje y, por tanto, de desarrollo. Supongamos que un chimpancé, en una salida por el campo, descubre un peligro y encuentra la manera adecuada de librarse de él. Al regresar con el grupo no podrá informar a sus congéneres ni del peligro ni de la conducta adecuada para hacerle frente.

Pues bien, esta limitación proviene de que todos los animales, excepto el ser humano, carecen de lenguaje. El lenguaje presupone un determinado desarrollo y especialización del cerebro, junto con la posesión de los órganos adecuados para la fonación. El lenguaje posibilita una transmisión ilimitada de información.

Cualquier experiencia, por complicada o lejana que sea en el espacio y en el tiempo, puede ser notificada y explicada gracias al lenguaje. En el aprendizaje humano la comunicación lingüística juega un papel fundamental. El lenguaje marca una diferencia cualitativa entre el ser humano y los animales, estableciendo una frontera decisiva entre el comportamiento animal y la capacidad creativa y acumulativa de la cultura humana. A este respecto afirma J. Rostand, en su obra El hombre, lo siguiente:

“El procedimiento que favoreció esencialmente las ascensiones progresivas de nuestra especie fue, sin lugar a dudas, la transmisión de una generación a otra de los frutos de la experiencia individual. Fenómeno que no tiene analogía en el reino animal: «un perro amaestrado no amaestra a otro perro», ha dicho Emerson”.

¿Qué importancia ha tenido el aprendizaje en la progresión evolutiva de nuestra especie?

Como vemos, los contenidos de una cultura se transmiten de generación en generación; este proceso recibe el nombre de endoculturación (enculturación), que es el proceso por el cual un individuo asimila e interioriza el sistema cultural del grupo al que pertenece. A «endoculturación» se opone la aculturación, que es un proceso por el cual a un individuo se le imponen rasgos culturales que le son ajenos. Toda endoculturación implica un fenómeno correlativo: la socialización. “La socialización —afirma Salvador Giner en su Sociología— es el proceso mediante el cual el individuo es absorbido por la cultura de su sociedad. Fundamentalmente, la socialización es un aprendizaje; en su virtud el individuo aprende a adaptarse a sus grupos, a sus normas, imágenes y valores… como proceso es permanente, pues dura toda la vida del sujeto y es perenne en la sociedad”.

4. Algunos debates en antropología

Una de las temáticas científicas y filosóficas más discutidas en el ámbito de la antropología trata de la cuestión acerca de cuánto hay en nosotros que sea producto de nuestra herencia biológica (nuestra naturaleza) y cuánto es producto de la influencia que hemos recibido a través de la educación y de la sociedad (nuestra cultura).

Al hablar de naturaleza y cultura, uno de los puntos que más discusión generan es la cuestión de cómo interpretar la relación entre ambas. Se dan diferentes opiniones. Hay, por ejemplo, quien entiende que el ser humano nace con una tendencia natural al egoísmo y la agresividad: «el hombre es un lobo para el hombre» —afirmación formulada en varios autores, desde el comediógrafo latino Tito Maccio Plauto (254-184 a. C.) hasta, siglos después, Thomas Hobbes (1588-1679) y Sigmund Freud (1856-1939).

En El malestar en la cultura, publicada en 1930, Freud destaca que los seres humanos nacemos con una pulsión o impulso innato hacia la competitividad y la violencia, a la que llama Thanatos o pulsión de muerte, además de nacer también con una pulsión de vida, que llama Eros, la cual recoge el impulso sexual y de autoconservación. Según Freud, las personas tenemos que reprimir parcialmente la satisfacción de nuestros deseos, que provienen de ambas pulsiones, para poder vivir en sociedad. Si las personas diéramos rienda suelta a nuestros impulsos naturales sin ningún freno, la convivencia sería imposible. Así, la cultura se encarga de poner freno a esos impulsos: la cultura nos enseña a reprimirnos. Ahora bien, si ese nivel de represión que la cultura nos impone resulta excesivo y no nos permite canalizar de ningún modo nuestras tendencias naturales, se genera en el ser humano un malestar que deriva en infelicidad.

Como es natural, hay otros pensadores con enfoques muy distintos al freudiano o, en general, a aquellos que imaginan esas tendencias naturales negativas del ser humano. Así, algunos apuntan hacia una bondad natural del ser humano que, sin embargo, se va viendo dañada a medida que vamos creciendo y vamos descubriendo cómo funciona la sociedad, la injusticia reinante debida al desigual reparto de la riqueza, la diferencia de oportunidades, etc.

El filósofo ilustrado Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) lamentaba cómo la cultura había convertido al ser humano en alguien peor, moralmente hablando, al haber fomentado constantemente la tendencia a la competitividad de unos con otros.

Según esta visión, pronto aprendemos que para ser competentes socialmente hemos de desarrollar determinadas “habilidades” como la hipocresía o la mentira, por lo que el resultado de la socialización sería la pérdida de la inocencia inicial y la adquisición de maneras de hacer innobles pero imprescindibles: la socialización no nos haría mejores personas, sino todo lo contrario. El fundador de la etología (la ciencia que estudia el comportamiento animal), Konrad Lorenz (1903-1989), se posicionó en la línea de Freud al destacar la existencia de un instinto agresivo, uno de los cuatro fundamentales según él, común a todos los animales junto con el hambre, el sexo y el miedo. En su libro Sobre la agresividad, publicado en 1963, Lorenz señala que esta no solo tiene un carácter reactivo —es decir, no se pone en marcha solo para defenderse—, sino que en ocasiones dicho instinto se activa espontáneamente a causa del deseo de demostrar la fuerza y establecer jerarquías.

Además, Lorenz ve algunas bondades en el instinto agresivo desde el punto de vista de la conservación de la especie, incluso en los humanos. Por ejemplo, según Lorenz el impulso agresivo sirve, paradójicamente, para favorecer los vínculos de amistad en los grupos humanos: estos se cohesionan al establecer pactos de no agresión dentro del grupo, a base de desviar la agresividad hacia otro grupo, a quien pasa a verse como rival o enemigo.

Uno de los discípulos de Lorenz, el fundador de la etología humana, Irenäus Eibl-Eibesfeldt, en oposición a las tesis de su maestro, defendió una posición más afín a Rousseau. En su obra Amor y odio, de 1970, defendió que no era tan evidente que hubiera una agresividad natural innata en el ser humano y afirmó que las causas de las acciones violentas había que buscarlas, fundamentalmente, en la desigualdad en la distribución de los bienes y en las numerosas leyes que protegen un régimen injusto. Según Eibl-Eibesfeldt, podemos ser optimistas respecto a la posibilidad futura de un mundo en paz, siempre y cuando la vida de las personas pudiera desarrollarse en un marco de justicia social.

Más recientemente han surgido los estudios de la llamada sociobiología, disciplina inaugurada por Edward O. Wilson, que publicó en 1975 su obra Sociobiología: la nueva síntesis. Los científicos de este campo tratan de explicar cómo fueron seleccionados evolutivamente de forma favorable los comportamientos altruistas, puesto que estos favorecían a los individuos que efectúan dichos comportamientos con una mayor transmisión de los propios genes. Se destacó, de este modo, la noción de «altruismo genético», que da a entender que cuando se actúa generosamente se hace en virtud de que esos genes llevan a uno a actuar así porque advierten que eso es lo más conveniente para ellos, pues mejoran las probabilidades de transmitirse a la siguiente generación. Este enfoque recibió rápidamente numerosas críticas por parte de otros científicos, por entender que se trataba de un reduccionismo genético, de un determinismo de la biología que conllevaba la negación de la libertad humana.

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