17 Jul

El Nacionalismo

La defensa de la libertad y del particularismo de los pueblos planteada por el Romanticismo tendrá su reflejo político en el nacionalismo del siglo XIX. Como ideología, el nacionalismo evolucionó hacia dos posturas distintas, incluso opuestas o revolucionarias:

  • Nacionalismo liberal. Presente en los movimientos que defendían la libertad y la independencia de los pueblos.

  • Nacionalismo conservador. Que concibe a los pueblos como realidades históricas que se manifiestan mediante las costumbres e instituciones tradicionales.

El Nacionalismo Liberal

Los orígenes del nacionalismo liberal hundían sus raíces en la Revolución Inglesa y en la Ilustración, y encontraron su primer reflejo en la Independencia de Estados Unidos y en la Revolución Francesa, dos procesos que definieron el concepto de nación contemporánea.

En el nacionalismo liberal tradicional, la lealtad de los súbditos hacia los monarcas se veía sustituida por la lealtad de los individuos (convertidos en ciudadanos) a la nación y a su Constitución, como reflejo de la soberanía nacional. La ciudadanía se lograba por haber nacido en un territorio o por residir en él, una concepción de la nación que se denomina «derecho de suelo».

En su versión liberal, el nacionalismo concibe la pertenencia a una nación como un acto voluntario de los ciudadanos. Este planteamiento fue defendido por los revolucionarios franceses y por el historiador Jean Michelet, que revalorizó el papel de los pueblos en la evolución histórica de las naciones. Sus teorías fueron heredadas por algunos de los promotores de la unificación italiana, sobre todo por Giuseppe Mazzini, para el que la pertenencia a una nación es el resultado de una asunción voluntaria de los rasgos que la definen (Doc. 3).

Hasta las revoluciones de 1848, la visión liberal del nacionalismo fue mayoritaria como ideología inspiradora de los movimientos de reivindicación nacional.

El Nacionalismo Conservador

El antecedente se encuentra en el tradicionalismo de autores como Joseph de Maistre, defensor de los valores del Antiguo Régimen y del cristianismo en contraposición a los de la Ilustración y el liberalismo.

Fue el Romanticismo alemán el que anticipó la idea de un nacionalismo orgánico a través de la noción de Volkgeist (carácter nacional). Este se manifestaba en rasgos culturales y étnicos compartidos como reflejo del destino histórico de la nación. Así pues, la nacionalidad era un derecho de sangre que se basaba en la existencia de una lengua, una cultura y unas tradiciones comunes, y por tanto la pertenencia a una nación no podía ser un acto voluntario.

Según estos planteamientos, las naciones no existen por decisión individual sino que son realidades superiores. La legitimidad del Estado es la consecuencia de la existencia de un pueblo con una historia común reflejada en sus rasgos culturales.

Los orígenes se encuentran en el Discurso a la nación alemana, de Johann Gottlieb Fichte, y en los planteamientos de Goethe o de Herder (Doc. A). Un claro exponente de esta visión fue la literatura de los hermanos Grimm, que revalorizó la lengua y las tradiciones alemanas.

Con una burguesía consolidada en el poder desde 1848, el nacionalismo abandonó progresivamente los planteamientos liberales y adoptó una postura conservadora. En la segunda mitad del siglo XIX, esta ideología terminó desembocando en posiciones ultranacionalistas que sirvieron para justificar políticas expansionistas, imperialistas y racistas.

El Papel del Nacionalismo

En el primer tercio del siglo XIX, España, Reino Unido, Francia, Portugal, Holanda, Estados Unidos y las repúblicas hispanoamericanas habían logrado la unidad nacional, mientras que otros territorios estaban en proceso de conseguir su independencia, como el caso de Grecia respecto del Imperio Otomano.

Sin embargo, muchos pueblos carecían de Estado propio: los belgas se encontraban sometidos a Holanda; los polacos estaban integrados en el Imperio Ruso; alemanes e italianos se hallaban divididos políticamente en numerosos principados y reinos en Europa central; el Imperio Austriaco dominaba un vasto conglomerado étnico (austriacos, húngaros, croatas, checos, etc.); finalmente, los pueblos de la Europa balcánica (serbios, búlgaros, rumanos, etc.) estaban sometidos al Imperio Otomano (Doc. 5).

Durante el segundo tercio del siglo XIX, el nacionalismo se convirtió en una fuerza política de primer orden que actuó en una doble vertiente:

  • Fuerza centrífuga. En los estados plurinacionales, constituidos por pueblos con diferencias étnicas, lingüísticas, culturales y religiosas, el nacionalismo opera como elemento disgregador. Así ocurrió en los imperios Austriaco y Otomano, donde los pueblos sometidos desarrollaron discursos nacionalistas propios que reivindicaban su derecho a constituirse como Estados.

  • Fuerza centrípeta. Hubo territorios en los que un pueblo culturalmente homogéneo estaba dividido entre múltiples estados. En ese caso, el nacionalismo actúa como impulso aglutinador. Así sucedió en los casos de Italia y Alemania, que terminarían configurándose a partir de la unión de territorios diversos.

En uno y otro caso, era un requisito esencial la construcción de la conciencia nacional, entendida como el sentimiento de identificación y pertenencia a una nación. Para ello, el nacionalismo llevó a cabo una labor de cohesión mediante la definición de los aspectos culturales que componen las naciones.

En ello jugó un papel esencial el valor de la lengua vernácula, tomada como símbolo de unión nacional, así que se procedió a la búsqueda y publicación de documentos y obras literarias antiguas que legitimaran la existencia de la nación. También fue clave la labor de la investigación histórica como medio para construir un «relato nacional», una historia común con la que se identificaran sus habitantes.

Las Unificaciones de Italia y Alemania

Desde 1860, los estados alemanes e italianos llevaron a cabo un proceso de unificación que presenta claros paralelismos. En ambos casos, la unificación tuvo como principal enemigo al Imperio Austriaco. Además, contaron con sendos políticos al frente del proceso: Cavour en Italia y Bismarck en Alemania.

La Unificación Italiana

Los Inicios de la Unificación

Durante las revoluciones de 1830 y 1848 había aparecido en los estados italianos un sentimiento de resistencia conjunta contra Austria y de pertenencia a un espacio común. Diversas sociedades secretas habían difundido el ideario nacional, que tuvo su reflejo cultural en el Risorgimento, un movimiento que reivindicaba la cultura y la literatura italianas.

Esta conciencia nacional dio como resultado la aparición de distintos proyectos de unificación: desde los que, como Mazzini, planteaban la creación de una república, hasta los que concebían Italia como una confederación de estados bajo la presidencia del Papa, propuesta defendida por Gioberti.

Finalmente, se impuso un modelo en torno al reino de Piamonte-Cerdeña, según el proyecto del conde de Cavour, jefe de Gobierno con Víctor Manuel II.

Las Etapas de la Unificación

La unificación de Italia tuvo que enfrentarse a la oposición del Imperio Austriaco, que controlaba los estados del norte; a la del papa, que poseía la Italia central; y a la de los Borbones en el trono del reino de Nápoles. Por ello, se produjo en sucesivas etapas (Doc. 8):

  • Anexión de Lombardía. Con la ayuda de la Francia de Napoleón III, Piamonte derrotó a los austriacos en el año 1859 en las batallas de Magenta y Solferino. Esto permitió la incorporación de Lombardía, pero también la cesión de Niza y Saboya a Francia. A continuación, Cavour convocó plebiscitos para que Parma, Módena y Toscana se integraran en el Piamonte.

  • Conquista de Nápoles. En el año 1860, una expedición dirigida por Garibaldi al frente de los camisas rojas conquistó el reino de Nápoles-Dos Sicilias y se lo cedió al Piamonte. En 1861, se convocó el primer Parlamento Nacional Italiano, con sede en Turín, que proclamó rey de Italia a Víctor Manuel II de Saboya.

  • Incorporación de Venecia. La región del Véneto se integró en Italia tras la derrota austriaca en la guerra contra Prusia en 1866.

  • Ocupación de Roma. La integración de los Estados Pontificios se vio dificultada por la protección ofrecida por Napoleón III al papa, pero tras la derrota francesa en la guerra contra Prusia (1870), las tropas italianas se hicieron con el dominio de la región y proclamaron Roma como capital de Italia.

Las Consecuencias de la Unificación

Italia se convirtió en una monarquía parlamentaria regida según el sistema político y la Constitución del Piamonte. Desde la unificación, Italia pasó a ser una potencia media en Europa.

No obstante, el nuevo reino tuvo que afrontar diversos problemas como la enemistad con el papa debido a la pérdida de territorios, lo que provocó la ruptura de las relaciones con la Iglesia.

Por otro lado, el país se vio afectado por un profundo desequilibrio territorial entre el norte industrializado y el sur rural y atrasado.

La Unificación Alemana

Los Orígenes de Alemania

A mediados del siglo XIX, Alemania estaba compuesta por treinta y nueve estados, aglutinados en la Confederación Germánica. Los más importantes eran Austria y Prusia, que rivalizaban por su control. El Romanticismo había divulgado la conciencia nacional alemana, basada en una lengua y una cultura comunes. Además, los intereses de la burguesía dieron lugar a la creación en 1834 de una unión aduanera, la Zollverein, en torno a Prusia.

Tras el fracaso del Parlamento de Fráncfort, la unificación nacional se orientó desde dos opciones: una Gran Alemania, liderada por Austria, y una Pequeña Alemania, encabezada por Prusia y que excluía a los austriacos.

Prusia terminó liderando el proceso gracias al liderazgo del canciller Otto von Bismarck y del rey prusiano Guillermo I.

El Proceso de Unificación

Para consolidar la unificación, Bismarck tenía que debilitar la influencia de Austria y superar el rechazo de los estados católicos del sur a estar tutelados por una Prusia luterana, lo que consiguió a través de distintas guerras (Doc. 9):

  • Guerra de los Ducados (1864). Aunque eran de población alemana, los ducados de Schleswig y Holstein estaban bajo autoridad danesa. La alianza entre Prusia y Austria derrotó a Dinamarca y permitió la incorporación de Schleswig a Prusia y de Holstein a la órbita austriaca.

  • Guerra contra Austria (1866). La victoria prusiana en Sadowa significó la expulsión de Austria del proceso de unificación y permitió la fundación de la Confederación Alemana del Norte bajo el liderazgo de Prusia.

  • Guerra Franco-Prusiana (1870). El conflicto permitió a Bismarck atraer a los estados alemanes del sur. Tras la victoria en Sedán, se derrumbó el Segundo Imperio Francés, y Guillermo I fue proclamado emperador (Káiser) del Segundo Reich alemán. Además, el Tratado de Fráncfort (1871) cedía a Alemania las regiones de Alsacia y Lorena. Este hecho provocó un fuerte resentimiento en Francia que sería el germen de futuros enfrentamientos.

Los Orígenes del Movimiento Obrero

Los Primeros Movimientos Obreros

Las duras condiciones de vida impuestas por la industrialización provocaron el surgimiento de movimientos y asociaciones de trabajadores. De entre esas iniciativas destacaron el ludismo, los primeros sindicatos y el movimiento cartista.

El Ludismo

Las primeras protestas obreras surgieron en Gran Bretaña durante el último tercio del siglo XVIII, debido al deterioro de las condiciones de trabajo que siguió a la quiebra de la organización gremial.

Ese primer signo de conciencia obrera encontró una de sus manifestaciones significativas en el movimiento ludita, que aglutinó el descontento de los artesanos contra la introducción de las máquinas, causantes de la quiebra de los gremios y del deterioro de las condiciones laborales y salariales.

Los Primeros Sindicatos

Una de las reivindicaciones de las asociaciones de trabajadores británicos fue la recuperación del derecho de asociación, que había sido prohibido por el Parlamento en 1799. La persistencia de las protestas desembocó en el reconocimiento legal de los sindicatos (trade unions) en 1824; entre 1830 y 1834 se produjo la coordinación de todos ellos con la creación de la Great Trade Union.

El sindicalismo británico pronto fue imitado en el continente. La participación de los trabajadores y sus asociaciones en las revoluciones de 1848 inspiró la creación de los primeros sindicatos en Bélgica o Alemania.

El Cartismo

Fue la primera expresión política del movimiento obrero. Tuvo su origen en la Asociación de Trabajadores de Londres, fundada en 1836 y que movilizó a miles de trabajadores en torno a una serie de peticiones recogidas en la Carta del Pueblo y rechazadas por el Parlamento en 1838. Entre las demandas se encontraban el derecho al voto para los mayores de 21 años, el voto secreto, elecciones anuales y la supresión del requisito de propiedad para ser miembro del Parlamento (Doc. 9).

Al movimiento cartista se le unió la Asociación Nacional de la Carta (NCA), que dos años más tarde presentaría al Parlamento una segunda petición con más de tres millones de firmas, que fue también rechazada.

En coincidencia con las revoluciones de 1848 tuvo lugar la tercera oleada de protestas del cartismo, que logró que el Parlamento aprobase la jornada de diez horas en las grandes fábricas.

Los Primeros Pensadores Socialistas

Los primeros pensadores socialistas aparecieron con la industrialización. Aunque sostenían planteamientos distintos, reciben el nombre de socialistas utópicos:

  • François Babeuf (1760-1797). Durante la Revolución Francesa abogó por la abolición de la propiedad privada y por la colectivización de la tierra.

  • Henri de Saint-Simon (1760-1825). Defendió la reforma racional de la producción y la redistribución de la riqueza por el Estado para atajar las desigualdades.

  • Charles Fourier (1772-1837). Firme partidario de una sociedad basada en la asociación, trató de poner en marcha con los falansterios pequeñas comunidades de producción y consumo basadas en la armonía social.

  • Robert Owen (1771-1858). Fabricante textil que siempre había denunciado condiciones de trabajo abusivas, puso en práctica sus propias ideas en su fábrica de New Lanark (Escocia), donde elevó los salarios y proporcionó a los obreros mejoras en vivienda, sanidad y educación.

La Consolidación del Movimiento Obrero

Desde la segunda mitad del siglo XIX, dos grandes corrientes se manifestaron en el seno del movimiento obrero: el marxismo y el anarquismo.

El Marxismo

Debe su nombre a Karl Marx, teórico social alemán exiliado en Londres. En 1848 fundó junto a Friedrich Engels la Liga de los Comunistas y publicó el Manifiesto del Partido Comunista.

La opinión política de Marx era un reflejo de sus tesis de interpretación social, conocidas como materialismo histórico. Según estas, las sociedades históricas se habían organizado en clases y se fundaban en la dominación de los medios de producción por la clase propietaria como origen de la desigualdad social y de la lucha de clases, considerada el motor de la historia.

La humanidad había conocido diversos modos de producción, como el esclavista o el feudal. Las sociedades modernas se organizaban según el modo de producción capitalista, considerado por Marx el más evolucionado e injusto de todos. En él, la burguesía era propietaria y el trabajador (proletario) vendía su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Ese trabajo generaba una plusvalía que aumentaba el beneficio del empresario y consolidaba la explotación del proletariado (Doc. 10).

Para Marx, la socialización de los medios de producción era la solución para terminar con la explotación, y la revolución, el único camino posible para conseguirlo.

El Anarquismo

Los orígenes del anarquismo se hallan en las ideas de Pierre-Joseph Proudhon, quien en su obra El principio federativo (1863) defendió un federalismo político y económico que pusiera la tierra y los medios de producción en manos de la comunidad local de los trabajadores.

El principal teórico de este movimiento fue Mijaíl Bakunin, filósofo ruso que en 1868 fundó la Alianza Internacional de Democracia Socialista. La doctrina anarquista defendía la supresión del Estado y su sustitución por federaciones de asociaciones agrícolas e industriales llamadas comunas. En esta forma de organización social se abolirían las clases sociales y la herencia, la propiedad sería colectiva y los beneficios de producción se repartirían de forma equitativa. Firme defensor de la igualdad entre hombres y mujeres, desarrolló un ideario libertario contrario a los partidos políticos y a cualquier jerarquización social (Doc. 11).

La Expansión del Movimiento Obrero

En la segunda mitad del siglo XIX, el movimiento obrero alcanzó mayor difusión. Las ideas marxistas y anarquistas se propagaron por Europa, y la creciente conciencia de clase reveló la necesidad de una organización obrera que agrupara asociaciones de distintos países.

La Primera Internacional

El proyecto se gestó en Londres en 1862, cuando, con ocasión de la Exposición Universal que se estaba celebrando en la ciudad, se produjo una reunión de los obreros británicos y franceses junto a otros líderes alemanes exiliados en la capital británica. A lo largo de los dos años siguientes, los contactos se intensificaron y se fueron sumando obreros alemanes, italianos o polacos.

Finalmente, en 1864 se fundó la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT). La dirección fue asumida por un Consejo General encabezado por Marx, quien a su vez fue el encargado de redactar los estatutos y los principios básicos de la organización: la unidad de la clase obrera, la abolición de la sociedad de clases y de la propiedad privada, y la conquista del poder político para implantar el socialismo.

En los años siguientes, la AIT celebró distintos congresos (en Ginebra, Lausana y Bruselas) en los que se promovió su expansión por Europa y en los que se definieron las principales reivindicaciones de la lucha obrera, como eran la mejora de las condiciones laborales, el derecho a huelga, la desaparición de los ejércitos, etc.

Pese a lograr acuerdos, la Asociación fue presa de una creciente división interna entre marxistas y bakuninistas. Estos acusaban a Marx de ejercer un poder dictatorial y rechazaban sus propuestas de organizar partidos políticos (Doc. 12).

En la confrontación tuvo un papel fundamental la Comuna de París, intento revolucionario al que se opuso el marxismo y cuyo fracaso fue considerado por Marx como una prueba de la indefinición anarquista, lo que radicalizó la rivalidad entre las dos tendencias hasta que en 1872 Bakunin fue expulsado de la AIT. Esta decisión provocó el abandono de los representantes suizos, españoles e italianos. La organización convocó su último congreso en 1876 en la ciudad estadounidense de Filadelfia, donde se decidió su disolución.

El Crecimiento del Sindicalismo

La fundación de la Primera Internacional imprimió un fuerte impulso a la expansión del sindicalismo. Reproduciendo la rivalidad que habían mostrado en la AIT, marxistas y anarquistas se disputaron la hegemonía del movimiento obrero.

Los sindicatos más influyentes en Europa fueron las trade unions británicas y el sindicato socialdemócrata alemán. En 1884, el derecho de asociación fue reconocido en Francia, lo que permitió la creación de la Federación Nacional de Sindicatos, precursora de la Confederación General del Trabajo (CGT), fundada en 1895.

En 1888 se constituyó en España la Unión General de Trabajadores como sindicato dependiente del PSOE. Por su parte, la corriente anarcosindicalista encontró expresión en Solidaridad Obrera, fundada en 1907 y que en 1910 dio lugar a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT).

La creciente influencia del sindicalismo obrero entre los trabajadores disparó la alarma en los partidos burgueses, que habían monopolizado el poder durante el siglo XIX. Fruto de esa preocupación se promovió la creación de sindicatos controlados por la patronal para combatir el sindicalismo de clase.

La difusión del ideario socialista entre las clases trabajadoras también inquietaba a la Iglesia Católica, como demuestra la publicación en 1891 de la encíclica Rerum Novarum. En ella, el papa León XIII, además de abordar la cuestión social, alentaba la puesta en marcha y organización de sindicatos católicos como vía para mantener la influencia de la Iglesia sobre los trabajadores.

Los Partidos Socialdemócratas

La generalización del sufragio universal masculino y la creciente organización de trabajadores permitieron el desarrollo de los partidos obreros.

El más destacado fue el Partido Socialdemócrata de Alemania, fundado en 1895 por Karl Liebknecht y August Bebel. Por su vinculación con los sindicatos, fue la principal fuerza política alemana y modelo a seguir para los partidos socialistas. En 1879, Pablo Iglesias fundó el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que obtuvo su primer escaño en el Parlamento en 1910. En 1889 se creó el Partido Socialdemócrata Obrero de Austria, y en 1898 en Rusia.

Desde experiencias anteriores, como el laborista escocés, y con la participación de intelectuales como George B. Shaw y H. G. Wells, en 1906 los sindicatos británicos fundaron el Partido Laborista, liderado por Ramsay MacDonald.

Los partidos socialdemócratas afrontaron el enfrentamiento entre partidarios de la vía parlamentaria (los revisionistas, encarnados por el alemán Eduard Bernstein o el francés Jean Jaurès) y quienes defendían la revolución al considerar el parlamentarismo una práctica burguesa, como el ruso Vladímir Ilich Lenin.

La Segunda Internacional

Fue fundada en 1889 por los partidos socialistas con el fin de coordinar la acción de los trabajadores de todo el mundo. En su V Congreso, celebrado en París en 1900, se creó el Buró Socialista Internacional como órgano permanente con sede en Bruselas. En 1889 se instauró el 1 de mayo como Día Internacional del Trabajo y en 1910 se declaró el 8 de marzo como el Día de la Mujer Trabajadora.

En torno al debate entre revisionistas y revolucionarios, la Segunda Internacional se pronunció condenando la participación socialista en gobiernos burgueses y reafirmando la lucha de clases como vehículo de lucha política.

El otro gran debate versó sobre el colonialismo, pues hubo quien, como Lenin, lo rechazó por considerarlo una fórmula de explotación capitalista; otros veían en el imperialismo un vehículo de civilización para sociedades menos desarrolladas.

Pese a las declaraciones a favor del pacifismo, la Segunda Internacional entró en crisis al estallar la Primera Guerra Mundial, pues la mayoría de los partidos socialistas votaron en sus parlamentos la aprobación de los créditos de guerra, anteponiendo así los sentimientos nacionalistas a los principios de la Internacional.

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