18 Jun

El número de los españoles ascendió desde 16 a 18 millones, aproximadamente, durante este período, sin que el régimen de crecimiento experimentara un cambio importante hasta la llegada del siglo XX. Esto quiere decir que el número de nacimientos y el numero d muertes eran altos y, por tanto, el crecimiento se caracterizaba por su lentitud.

Hay que tener en cuenta algunas incidencias sanitarias (la epidemia de cólera, o el hambre provocado por una mala cosech)a, podían tener consecuencias catastróficas. Otro rasgo significativo consiste en que la esperanza de vida era muy baja. La población dedicada a la agricultura se mantuvo en torno al 65 % durante todo el siglo XIX. El porcentaje dedicado a la industria se situó tan sólo en torno al 18 – 20 %. 

Los cambios más importantes que se pueden apreciar en este momento respecto a la demografía residen, no tanto en los datos relativos a nacimientos o muertes, como en la movilidad. El primer rasgo patente de la población española de la época se refiere al creciente grado de urbanización. Sin embargo, se trata de un fenómeno de carácter general que empezó a cambiar la vida española de una manera muy lenta. La mayor facilidad en los desplazamientos -no sólo se había producido la ampliación de la red ferroviaria, sino también un extraordinario abaratamiento del transporte- había tenido como consecuencia la inmigración del campo a la ciudad.
A causa de ello las ciudades necesitaron nuevos planes urbanísticos, pronto facilitados por la Ley de expropiación forzosa de 1879 y, más adelante, en el final del siglo XIX, por las leyes especiales de Madrid y Barcelona.

De todos modos, el desplazamiento de la población rural no sólo se produjo hacia las ciudades, sino que también tuvo lugar hacia la america española.Durante el último cuarto del siglo la población española creció despacio: se pasó de un total de 16,6 millones de habitantes en el censo de 1877 a 18,6 en 1900. Ese lento crecimiento se debía al mantenimiento de altas tasas de mortalidad. Las malas condiciones higiénicas y sanitarias, las epidemias y enfermedades infecciosas. y la persistencia de las crisis de subsistencia en determinadas regiones explican la elevada mortandad. Dos fenómenos destacan, sin embargo, en la evolución demográfica: la migración interior hacia las ciudades y la emigración hacia Latinoamérica y Norte de África. En los años ochenta se produjo una aceleración clara del proceso de emigración hacia las grandes ciudades, motivado por las expectativas de empleo que generaba el crecimiento industrial y de los servicios. Las grandes ciudades españolas, crecen aceleradamente. También se confirmó el proceso ya iniciado en la década anterior de migración hacia el exterior. Ahora fueron varios cientos de miles los emigrantes, casi todos ellos jornaleros que buscaban en el exterior el empleo continuado que no podían lograr en España. Los gobiernos asistieron a ese proceso migratorio sin intentar detenerlo, conscientes de la incapacidad del país para dar trabajo y alimento a sus excedentes de población. La emigración se hará aún más masiva en los años noventa y en los comienzos del siglo XX, y se dirigirá sobre todo hacia Latinoamérica, y, dentro del continente, hacia Argentina. El crecimiento urbano trajo consigo problemas graves, como la falta de viviendas y el hacinamiento en suburbios sin infraestructuras ni servicios. Las ciudades polarizaron así poco a poco la vida social, de forma que, aunque siguió siendo un país agrario, la vida urbana influyó cada vez más en la mentalidad colectiva y fue concentrando el interés nacional. La sociedad española de la Restauración se caracterizó por la agudización de los contrastes sociales, al acentuarse aún más las desigualdades que separaban a las clases altas del resto del país. La composición y características de estas últimas eran básicamente las mismas, si cabe aún más cohesionadas y distantes en las clases populares, que continuaban empobrecidas y marginadas de la vida política y social, tanto en la ciudad como en el campo. Ese proceso diferenciador puede observarse también en las clases medias, cuyos empleos, forma de vida y nivel económico comenzaban a marcarse, en este final de siglo, con mayor claridad. Los trabajadores de cuello blanco, profesores, abogados, médicos, se alejaban igualmente tanto de los grandes magnates de la clase dirigente como de las clases populares, formadas por campesinos, obreros industriales, artesanos, parados y todo un mundo de población marginal, que vive en la miseria y que es muy difícil clasificar. La sociedad de fin de siglo era ya una sociedad claramente estructurada. El análisis de las condiciones de vida de las clases populares, , coinciden en describir un cuadro desolador: barrios caóticos, formados por barracas, viviendas o chabolas muy pequeñas, en las que se hacinaban familias enteras, sin higiene, intimidad alguna ni servicios urbanos (agua y luz). Con ingresos muy precarios, vivian con enfermedades y sin ninguna asistencia social ni recurso económico en caso de despido o de incapacidad laboral. Los hijos no podían asistir a la escuela, porque en muchos casos trabajaban doce o catorce horas diarias. La delincuencia, la mendicidad o el alcoholismo eran a menudo las alternativas a la falta de trabajo, plagas sociales que aumentaban conforme acudían nuevas remesas de inmigrantes. 



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