18 Jul
Thomas Hobbes: El Leviatán
Capítulo XIII: De la condición natural del género humano, en lo que concierne a su felicidad y su miseria.
El ser humano no siempre ha vivido en sociedad; antes se encontraba en un Estado de Naturaleza, donde reinaba el principio de igualdad y libertad. En este estado, todos los hombres son libres e iguales, y hay posesión de todo lo que se puede poseer.
Entonces, los hombres son iguales por naturaleza. De esta igualdad se deriva también la igualdad de esperanza: todos pensamos que podemos tener lo mismo. Por esto, si dos hombres desean la misma cosa, se vuelven enemigos y tratan de aniquilarse uno a otro. Si alguien planta, siembra o construye, cabe esperar que vengan otros para desposeerle y privarle no solo del fruto de su trabajo, sino también de su vida y su libertad. Y el invasor se encuentra, a su vez, en el mismo peligro con respecto a otros. De este modo, hay competencia por los recursos y nace la desconfianza, porque alguien puede quitármelos.
Dada esta situación de desconfianza mutua, no existe mejor procedimiento para la propia conservación que la anticipación, es decir, dominar por medio de la fuerza o la astucia a la mayor cantidad de hombres posible. Por otro lado, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo; y, en presencia de signos de desprecio, procura lograr mayor estimación de sus contendientes infligiéndoles algún daño. Los seres humanos quieren ser reconocidos.
Así, se hallan en la naturaleza del hombre tres causas de la discordia: la competencia, la desconfianza y la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; y la tercera, para ganar reputación.
Por todo esto, los hombres se hallan en un estado de guerra de todos contra todos, sin un poder común que los atemorice. Existe continuo temor y peligro de muerte violenta, y la vida del hombre es solitaria, pobre, embrutecida y breve. En esta guerra, nada puede ser injusto, porque donde no hay poder común, la ley no existe, y donde no hay ley, no hay justicia. En dicha condición, no existe la propiedad ni el dominio, ni distinción entre lo tuyo y lo mío; solo pertenece a cada uno lo que puede tomar y solo en tanto que pueda conservarlo.
Las pasiones que inclinan a los hombres a abandonar este estado de naturaleza son el temor a la muerte, el deseo de tener lo necesario para una vida confortable y la esperanza de obtenerlo por medio del trabajo.
Como vimos anteriormente, en el estado de naturaleza hay derecho a todo; se entra en el Estado Civil cuando se abandona ese derecho natural a todo.
Capítulo XIV: De las leyes naturales y los contratos.
- El Derecho de Naturaleza es la libertad que cada hombre tiene para hacer todo aquello que sea necesario para la conservación de su propia vida.
- Por libertad se entiende la ausencia de impedimentos externos para que el hombre pueda defenderse sea como sea.
- La Ley de Naturaleza es una norma general en virtud de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida.
Por lo tanto, en la condición del hombre, que es una condición de guerra de todos contra todos, cada hombre tiene derecho a todo, incluso sobre el cuerpo de los demás, para proteger su vida contra sus enemigos. Mientras persista este derecho natural, no hay seguridad para nadie. De esto resulta una regla general en virtud de la cual cada hombre debe esforzarse por la paz mientras tenga la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra.
La primera parte de esta regla contiene la ley primera y fundamental de la naturaleza: buscar la paz y seguirla. Mientras que la segunda parte contiene el derecho de naturaleza: defendernos a nosotros mismos por todos los medios posibles. De esta primera ley se deriva la segunda ley de la naturaleza: acceder, si los demás consienten también y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar a este derecho a todas las cosas.
Entonces, el hombre debe procurar la paz por cualquier medio, así como defenderse a sí mismo. Pero acceder a la paz significa el consenso entre todos. Renunciar todos a la libertad de hacer lo que quieran, es decir, renunciar al derecho natural, porque mientras se mantenga el derecho de hacer cuanto se quiera, el hombre seguirá en estado de guerra. Esta renuncia es voluntaria y se hace a cambio de un bien para sí mismo. Quien renuncia a un derecho y lo transfiere lo hace con el fin de preservar la seguridad de su vida. Este derecho se transfiere a otro que se encargará de su seguridad. Esta mutua transferencia de derechos se llama Contrato, por acto voluntario, pero con obligación de cumplirlo ante el temor de que el Estado Civil ejerza toda su fuerza coercitiva sobre quien no cumple. En presencia del Contrato, cuando el Estado Civil acusa de incumplimiento, también castiga.
Así pues, el contrato, pacto o convenio consiste en la mutua transferencia de derechos. A través de este contrato se pasa del estado de naturaleza a la sociedad civil. Este pacto obliga a la coerción para lograr un orden social, ya que el hombre es malo por naturaleza, por lo que el control social se ejerce mediante la temorización de la población.
Capítulo XV: De otras leyes de naturaleza.
Las leyes de la naturaleza imponen la paz como medio de conservación de las multitudes humanas. Se puede decir que son los preceptos de racionalidad moral, que nos dictan aquellos deberes que es preciso cumplir con respecto a los otros para garantizar la supervivencia. Imponen el sometimiento racional y consciente de los hombres a determinadas pautas de cooperación social, mostrándoles las pautas que han de seguir para evitar caer en toda amenaza a la paz social. Me obligan hacia adentro y no hacia afuera; puedo no cumplirlas.
Por lo tanto, la inseguridad de que las personas se sometan a las leyes naturales lleva a presentar al Leviatán (el Estado) como la institución necesaria para resolver el problema humano de la convivencia y el orden social. El poder del soberano es el de completar ahora lo que los humanos no pueden conseguir por sí mismos, para satisfacer determinadas condiciones y ejercer determinados derechos.
Capítulo XVI: De las Personas, Autores y Cosas Personificadas.
Una multitud de hombres se convierte en una persona cuando está representada por un hombre, de tal modo que este puede actuar con el consentimiento de cada uno de los que integran esa multitud en particular.
Todos los hombres dan a su representante autorización de cada uno de ellos en particular, y el representante es dueño de todas las acciones, en caso de que se le dé autorización ilimitada. De otro modo, cuando se le limita el alcance de la representación, ninguno de ellos es dueño de más, sino de lo que le da la autorización para actuar.
Si los representantes son varios hombres, la voz de la mayoría debe ser considerada como la voz de todos ellos.
En este caso, una Persona es aquel cuyas palabras o acciones son consideradas como suyas propias o como representando las palabras o acciones de otro hombre. Cuando son consideradas como suyas propias, se denominan persona natural, y cuando se consideran como representación de las palabras o acciones de otro, entonces es una persona imaginaria o artificial.
Capítulo XVII: De las Causas, Generación y Definición de un Estado.
La causa final de los hombres al formar el Estado es la autoconservación y el logro de una vida más armónica. Las leyes de naturaleza (justicia, equidad, piedad, en suma, el principio de «haz a otro lo que quieras que otros te hagan a ti») son contrarias a nuestras pasiones naturales (el orgullo, la venganza…) cuando no existe un poder que motive su cumplimiento.
Los hombres necesitan de un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo. El único camino para fundar este poder común es el sometimiento de la voluntad particular de cada hombre a una voluntad general, ceder el derecho de gobernarse a sí mismo a cambio de la defensa contra los invasores e injurias ajenas. La multitud así unida se denomina Estado; esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien de aquel dios mortal, al que debemos nuestra paz y nuestra defensa.
Capítulo XVIII: De los Derechos de los Soberanos por Institución.
Se dice que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará el derecho de representar a la persona de todos (de ser su representante). Cada uno debe autorizar las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres como si fueran suyos propios, a fin de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres.
De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y facultades del poder soberano. Se asigna al soberano el poder de recompensar o castigar, el derecho de ser juez y de juzgar acerca de los impedimentos que se oponen a la paz y la seguridad.
Capítulo XXI: De la Libertad de los Súbditos.
Libertad significa la ausencia de impedimentos externos. De acuerdo con esta significación de la palabra, es un hombre libre quien, en aquellas cosas que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado para hacer lo que desea.
Los hombres, para alcanzar la paz y, con ella, la conservación de sí mismos, han creado un hombre artificial que se puede llamar Estado; así también han hecho cadenas artificiales llamadas leyes civiles, que por pacto mutuo han fijado fuertemente, en un extremo, a los labios del poder soberano y, por el otro extremo, a sus propios oídos. Es en relación con estos vínculos que se define la libertad de los súbditos. La libertad de un súbdito radica, por tanto, en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones ha predeterminado el soberano: por ejemplo, la libertad de comprar y vender, de elegir su propia residencia, su propio alimento, etc.
Entonces, las leyes son cadenas artificiales, impedimentos, que impiden hacer determinadas cosas; no obligan, pero las obedezco por temor.
La máxima libertad proviene del silencio de la ley: hay cosas sobre las que no se ha dicho nada, puedo hacerlas o no, y en eso radica la libertad.
Capítulo XXVII: De los Delitos, Eximentes y Atenuantes.
¿Qué es un pecado? Un pecado es una transgresión de la ley y la intención de hacerlo. Constituye un desprecio al legislador.
Un delito es un pecado que consiste en la comisión (por acto o por palabra) de lo que la ley prohíbe, o en la omisión de lo que ordena. Así pues, todo delito es un pecado; en cambio, no todo pecado es un delito. Por ejemplo, proponerse robar o matar es un pecado, aunque no se traduzca en hechos, porque Dios, que ve los pensamientos, puede tenerlo en cuenta; pero hasta que no se manifieste por alguna acción que pueda ser acusada por un juez humano, no constituye un delito.
Como la ley de naturaleza es eterna, la violación de pactos, la ingratitud, la arrogancia y todos los hechos contrarios a una virtud moral nunca pueden cesar de ser pecados.
Sin embargo, donde no existe la ley civil, no existe el delito, porque no existiendo ninguna otra ley que la de naturaleza, no existe lugar para la acusación, puesto que cada hombre es su propio juez, acusado solo por su propia conciencia e iluminado por sus intenciones. Por consiguiente, cuando su intención es recta, su hecho no es pecado; en caso contrario, su hecho es pecado, pero no delito.
La fuente de todo delito reside en algún defecto del entendimiento (ignorancia), o en algún error en el razonar (presunción de falsos principios) y por violencia repentina de las pasiones (vanagloria). Defecto en el entendimiento es ignorancia y en el razonamiento, opinión errónea. A su vez, la ignorancia puede ser de tres clases: de la ley, del soberano y de la pena.
La ignorancia de la ley de naturaleza no excusa a nadie, porque en cuanto se ha alcanzado el uso de razón, se la supone consciente de que no debe hacer a otro lo que no quiere que le hagan a él. En cuanto a la ley civil del país propio de un hombre, si no se halla suficientemente declarada para que él pueda conocerla, la ignorancia es una buena excusa. La ignorancia del poder soberano, cuando la ley es de la localidad propia, no le excusa, porque debe adquirir noticia del poder por el cual ha sido protegido allí. La ignorancia de la pena, cuando la ley es declarada, no exime a nadie. En efecto, al quebrantar la ley, que sin el temor de una pena sería palabras vanas, incurre en penalidad, aunque no se sepa cuál es esta. Es así porque quien voluntariamente realiza una acción acepta todas las consecuencias que derivan de ella.
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