06 Dic

  1. CONCEPTO D ELITERATURA INFANTIL.

La definición de literatura infantil obedece a una categoría de obras literarias cuya existencia depende absolutamente de una particular audiencia: la infancia.
En consecuencia, la definición de literatura infantil está asociada con el propósito de conectar con su audiencia lectora.

La literatura infantil, tal y como hoy la entendemos, es consecuencia directa de la escolarización -del acceso del niño al mundo de la letra impresa- y de un cambio de mentalidad en la concepción del niño como un sujeto, de la infancia como un periodo diferenciado de la vida adulta.

Es a finales del Siglo XVIII cuando comenzamos a hablar de literatura infantil, precisamente cuando se empieza a concebir como una producción literaria destinada a un público específicamente no adulto.

Para Bortolussi (1985: 16 y ss.), el nacimiento de la literatura infantil, nace con la conversión de los cuentos de hadas, de origen popular, en materia de lectura, fenómeno que no se produjo de manera definitiva hasta el Siglo XIX, coincidiendo con la alfabetización masiva de la población infantil. Para esta autora, esto no quiere decir que antes no se escribiera para niños, pues la historia del niño como destinatario de la palabra escrita data del siglo VI de nuestra era, aunque, más que hablar de literatura en el sentido habitualmente otorgado a la palabra, conviene hablar de material didáctico
Moralizador: en sus orígenes, literatura infantil y material didáctico-moralizador eran uno y lo mismo.

Podemos decir que el desarrollo de la literatura infantil está estrechamente vinculado a los principios pedagógicos y a la visión filosófica del niño que ha ido prevaleciendo en las épocas sucesivas de la historia de esta rama de la literatura.

Garralón (1999: 35) lo expresa de una manera muy elocuente: «A lo largo del tiempo los libros para niños han corrido la misma suerte que la propia infancia: reprimida, manipulada, castigada, forzada a no existir». Y también Hazard (1988:14-15): «Creyéndose hermosos, los mayores han ofrecido al niño unos libros que representan al adulto con sus mezclados atributos, con su sentido práctico, su ciencia, hipocresía y anquilosamiento. Les han brindado unos libros que rezuman aburrimiento, capaces de convertir para siempre el buen sentido en cosa antipática; libros necios y hueros, pedantes y pesados; que paralizan los ímpetus espontáneos del alma; obras absurdas, a docenas y a centenares, que se han abatido como el pedrisco sobre la primavera. Cuanto más pronto ahogaran la juventud del corazón, cuanto más deprisa borraran del espíritu el sentido de la libertad y el placer del juego, e impusieran límites, reglas y frenos, más satisfechos de sí mismos sentíanse los mayores, pues sin tardanza habían elevado la infancia hasta la suprema perfección del adulto. […] En vez de historias que le iluminen el alma con luz de sol, le brindan sin tardanza algún mamotreto de sabiduría densa e indigesta, o algún tratado de moral autoritaria, que debe imponerse desde fuera, sin profunda adhesión interior. Creeríamos escuchar las voces discordantes: los niños y los hombres se hablan, pero no logran entenderse»4.

Bravo Villasante (1979), además de las obras que han sido escritas para los niños o bien las que han leído o escuchado con agrado, considera también literatura infantil la literatura oral dispersa en la tradición popular: canciones de corro, retahílas, juegos, adivinanzas, etc.; así como la literatura ganada (literatura no escrita para niños, pero que éstos hacen suya).

Además, la comprensible conexión entre escuela, infancia y literatura ha lastrado históricamente el producto infantil de un excesivo didactisrno, hasta llegar a confundir lo literario con lo didáctico, pedagógico o ejemplarizante y con ello confundir al lector o lectora acerca de lo que podía encontrar en su lectura: nada de placer sino mucha lección variada acerca del tipo de persona que la sociedad espera de un lector en formación vital.

Luis Sánchez Corral (1995: 97 y ss.), partiendo de la consideración de que la literatura infantil haya sido subsidiaria de lo pedagógico y lo didáctico en el sentido de moralizante e instructivo, plantea las siguientes consideraciones: «La intencionalidad moralizante desvirtúa la acción lúdica. […] La desconfianza en la adquisición de la competencia literaria del niño convive inexplicablemente, en escritores y maestros, con el convencimiento de atender a los intereses y necesidades vitales de la personalidad infantil. Como si inventar o reinventar la realidad por medio de la imaginación y la fantasía -que es una de las funciones del arte- no constituyera un interés y una necesidad del sujeto que está construyendo su Yo. […] La ficción literaria, si aspira a ser tal ficción literaria, ha de entrar siempre en inevitable contradicción con cualquier práctica doctrinal o moralizante».

Por otra parte, la literatura infantil no constituye un producto de segunda fila por el hecho de estar destinado a la infancia. Ello supondría condenarla a la marginalidad. Marginalidad que ha supuesto el olvido y la ignorancia por parte de la crítica literaria o, en otras ocasiones, su consideración como un género menor o subliteratura.

El propósito, por tanto, no es producir una literatura de segunda clase para hacerla accesible a los niños, sino que, como dice Janer Manila

(Valriu, 1994: 16), se trata de: «Favorecer el acceso a aquella literatura capaz de comunicar a los niños la emoción y el goce de leer, capaz de llevarlos hacia la realidad por los caminos de la imaginación creadora, por los caminos -¿por qué no?- del juego de leer, con la convicción cierta […] de que en la conquista de la palabra escrita existe un camino implícito para la liberación y el conocimiento».

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