02 Oct

AGUSTÍN DE HIPONA

Agustín de Hipona nació en Tagaste (colonia romana en el Norte de África) en el año 354. Se formó en el cristianismo y en los textos clásicos latinos, estando influida su filosofía fundamentalmente por el neoplatonismo de Plotino. Se convirtió al cristianismo a los 33 años de edad y poco después se ordenó sacerdote, convirtiéndose en el año 395 en obispo de Hipona.

Es uno de los primeros miembros de la patrística latina, y entre sus numerosísimas obras descacan: “Confesiones”, “La ciudad de Dios”, “Contra académicos” y “Del libre arbitrio”.

EL CONOCIMIENTO

La concepción del conocimiento de S. Agustín, es bastante semejante a la platónica. Es el alma la encargada de conocer, si bien, quien la alumbra en este conocimiento no es el recuerdo de lo anteriormente aprendido, sino la luz de Dios en su interior. Es por ello que su filosofía del conocimiento recibe el nombre de teoría de la iluiminación.

S. Agustín distingue varios tipos de conocimiento: el conocimiento sensible y el conocimiento racional; el conocimiento racional, a su vez, podrá ser inferior y superior.

El conocimiento sensible es el grado más bajo de conocimiento y, aunque realizado por el alma, los sentidos son sus instrumentos; este tipo de conocimiento sólo genera opinión, doxa, y es un tipo de conocimiento sometido a modificación, dado que versa sobre lo mudable; al depender del objeto (mudable) y de los sentidos (instrumentos) cualquier deficiencia en ellos se transmitirá al conocer que tiene el alma de lo sensible. El verdadero objeto de conocimiento no es lo mudable, sino lo inmutable, donde reside la verdad, y el conocimiento sensible no puede ofrecernos esa verdad.

El conocimiento racional, en su actividad inferior, se dirige al conocimiento de lo que hay de universal y necesario en la realidad temporal, y es el tipo de conocimiento que podemos llamar ciencia (como los conocimientos matemáticos). Ese tipo de conocimiento depende del alma, pero se produce a raíz del «contacto» con la realidad sensible, siendo ésta la ocasión que permite que la razón origine tales conocimientos universales.

El conocimiento racional, en su actividad superior, es llamado por San Agustín sabiduría; es el auténtico conocimiento filosófico: el conocimiento de las verdades universales y necesarias, las ideas, siguiendo a Platón. Hay, pues, una gradación del conocimiento, desde los niveles más bajos, sensibles, hasta el nivel más elevado, lo inteligible, la idea: «Las ideas son formas arquetípicas o esencias permanentes e inmutables de las cosas, que no han sido formadas sino que, existiendo eternamente y de manera inmutable, se hallan contenidas en la inteligencia divina»

Las ideas se encuentran, pues, en la mente de Dios. ¿Cómo se alcanza el conocimiento de las ideas? Dado su alejamiento de lo sensible, realidad en la que se encuentra el hombre, las ideas sólo se pueden conocer mediante una especial iluminación que Dios concede al alma, a la actividad superior de la razón. El verdadero conocimiento depende, pues, de la iluminación divina. ¿Cómo interpretar esta iluminación? Según la llamada interpretación ontologista la iluminación significaría que el alma contempla directamente las ideas o esencias en la mente divina, lo que plantea problemas teológicos, dado que de alguna manera el alma contemplaría la esencia divina.

Otras interpretaciones conciben la iluminación como un poder que Dios concede a la razón, una virtud especial por la que el alma queda capacitada para alcanzar por sí misma las verdades eternas, pero que el alma no posee por naturaleza. Para otros la explicación nos la daría el símil que establece Platón entre el sol y el Bien: la idea de Bien ilumina todas las demás realidades permitiendo que sean captadas (presentándose así como la fuente del ser y del conocimiento).

En cuanto a la relación entre la razón y la fe. S. Agustín ve en la fe, la base necesaria para la razón, pero considera que la comprensión de lo que se cree, dentro de las limitaciones humanas, es importante. Fe y razón no son enemigas, el cristianismo no tiene por qué unirse al irracionalismo, sino que la razón puede realizar una tarea al servicio de la fe. Su posición se resume en la frase “Cree para entender”. Por supuesto, si se da una contradicción entre la razón y la fe, entenderemos que hemos errado en el uso de la razón, pero nunca pondremos en duda nuestra fe.

Contra los escépticos, Agustín objeta que no podemos dudar de nuestra existencia, puesto que el mismo hecho de dudar, la confirma. La afirmación agustiniana “si dudo, existo”, se ha interpretado en muchas ocasiones, como un antecedente del cogito cartesiano.

DIOS

Dios crea el mundo de la nada en un acto libre, y en esto Agustín se separa de la idea del Demiurgo. En la mente de Dios están contenidas previamente las ideas de todas las cosas posibles, pues todo artífice necesita poseer en su inteligencia la obra que desea realizar. Estas ideas en Dios son llamadas ideas ejemplares y son eternas y consustanciales al Creador. A partir de las ideas, Dios ha creado libremente el mundo en el que gradualmente irán apareciendo distintos seres determinados y específicos. Dios puso en la materia original las llamadas rationes seminales, gérmenes latentes destinados a desrrollarse a lo largo del tiempo. Acudiendo a Aristóteles, podemos decir que  Dios crea unos seres en acto y otros de potencia, y de este modo se explica el cambio en el mundo sensible. Por lo tanto, todo lo pasado, presente y futuro, obedece al plan de Dios.

 En cuanto a la existencia del mal, siguiendo las tesis de Plotino, afirma que este no es otra cosa que la ausencia de bien, puesto que Dios ha creado el mundo, y Dios es sumo bien y el mal no puede proceder del bien.Por su parte, el mal moral, es obra del desvío de los hombres contaminados por el pecado original, a quienes Dios ha hecho libres para que elijan el bien, pero que se inclinan hacia el mal.

Dios está en el interior de cada hombre y el ser humano puede acercarse a él por medio de la introspección. En nuestra alma, interiormente, hallamos la llamada de lo eterno, lo imperecedero, lo inmutable, como signos inequívocos de la existencia de Dios. El que poseamos conceptos universales que no pueden proceder de nuestros sentidos, es la demostración más clara de la existencia de Dios.

El amor, es también una muestra de lo divino. Es un amor que puede dirigirse equivocadamente a lo terrenal, pero que si indaga en si mismo, nos llevará a la persecución de la verdad, de lo divino, que es donde se halla la verdadera felicidad. El amor a los demás, la caridad cristiana, es también una muestra de la bondad de Dios.

En cuanto al tiempo y modo de la creación, dice Agustín que Dios creó el mundo cuando quiso y como quiso. Le bastó querer, y el mundo salió de la nada. No lo creó en el tiempo, sino con el tiempo. El tiempo es también obra de Dios, pero no hay tiempo en Dios.

EL SER HUMANO

Agustín defiende una concepción dualista del ser humano, en la que el alma es la encargada del conocimiento, la memoria y la voluntad, mientras el cuerpo no es más que la cárcel del alma. El alma es la parte superior del hombre y el cuerpo la inferior. De todos modos el dualismo no es tan radical como en Platón.

El alma humana es inmortal, pero no eterna, puesto que la creó Dios. Agustín encontró problemas para hacer compatible la herencia del pecado original de padres a hijos y el hecho de que el alma fuera directamente creada por Dios. No deja claro si Dios crea el alma a partir del alma de los progenitores, por vía de generación o de la nada.

El alma intelectiva es por esencia espiritual, y por eso es capaz de conocerse, de saberse existiendo. También por eso la mente se sabe espiritual y no corpórea, y sabe de sí misma sin necesidad de ninguna sensación sensible. Por eso puede existir sin el cuerpo.

El ser humano está hecho a imagen de Dios y por ello, el hombre puede encontrar a Dios en la intimidad de su alma. El peso que debe mover el alma hacia Dios es el amor, entendido como caridad.

Dios nos ha creado libres, es decir, nos ha dotado de libre albedrío de capacidad de elegir entre el bien y el mal. Esta capacidad es indispensable para que podamos actuar por el bien, pues sin libertad, no podríamos calificar nuestros actos como buenos o malos, ahora bien, Dios no nos da la libertad para que hagamos el mal y pequemos, sino para que queramos el bien y lo llevemos a cabo. Por ello nos castiga con justicia si pecamos y nos premia si hacemos bien.

Por otra parte, los seres humanos, hemos heredado el pecado original de nuestros primeros padres, y eso explica nuestra tendencia a desviarnos del camino recto y dirigirnos hacia lo material, pecando. Solo con la ayuda de la Gracia divina, podemos verdaderamente, desprendernos de esa tendencia y elegir el bien.

ETICA Y POLITICA

El fin de la ética agustiniana es la felicidad, para cuya obtención es necesaria la gracia divina, puesto que es mucho más lo que no está en nuestra mano que lo que sí lo está. El bautismo cristiano es imprescindible para que el hombre recupere la gracia perdida con el pecado original y se predestine doblemente al bien por las vías de la búsqueda de lo bueno y el rechazo de lo malo.

El imperativo capital de la ética de San Agustin, consiste en el amor a Dios por encima de todas las cosas hasta llegar incluso al olvido de uno mismo y del mundo. La ética de S. Agustín se convierte así en una ética del amor, que ha de ser un “amor correctamente ordenado” esto es, que debe amarlo todo en su justa medida. Hasta tal punto que de un amor correcto surge por sí sola la acción justa “Ama y haz lo que quieras”.

Si el amor es elemento central de la ética, también lo es de la política, en la medida en que esta implica una proyección a gran escala de lo individual que constituye la sociedad como “una multitud de criaturas racionales asociadas de común acuerdo en cuanto a las cosas que aman” (La ciudad de Dios)

 San Agustín expone sus reflexiones políticas,  en La ciudad de Dios, obra escrita a raíz de la caída de Roma en manos de Alarico y de la desmembración del imperio romano. Los paganos habían culpado a los cristianos de tal desastre, argumentando que el abandono de los dioses tradicionales en favor del cristianismo, convertido desde hacía tiempo en la religión del imperio, había sido la causa de la pérdida del poder de Roma y de su posterior destrucción. En esa obra San Agustín ensaya una explicación histórica para tales hechos partiendo de la concepción de la historia como el resultado de la lucha de dos ciudades, la del Bien y la del Mal, la de Dios y la terrenal, de la luz y de las tinieblas.

La ciudad de Dios la componen cuantos siguen su palabra, los creyentes; la terrenal, los que no creen. Esa lucha continuará hasta el final de los tiempos, en que la ciudad de Dios triunfará sobre la terrenal, apoyándose San Agustín en los textos sagrados del Apocalipsis para defender su postura. De hecho, la oposición señalada será utilizada  para defender la prioridad de la Iglesia sobre los poderes políticos, exigiendo su sumisión. Asegurada esa dependencia, San Agustín aceptará que la sociedad es necesaria al individuo, aunque no sea un bien perfecto; sus instituciones, como la familia, se derivan de la naturaleza humana, siguiendo la teoría de la sociabilidad natural de Aristóteles, y el poder de los gobernantes procede directamente de Dios.

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