23 Jun

César: Guerra de las Galias

La Galia está dividida en tres partes: una que habitan los belgas, otra los aquitanos, la tercera, los que en su lengua se llaman celtas y en la nuestra galos. Todos estos se diferencian entre sí en lenguaje, costumbres y leyes. A los galos separa de los aquitanos el río Garona, de los belgas, el Marne y el Sena. Los más valientes de todos son los belgas, porque viven muy remotos del fasto y delicadeza de nuestra provincia; y rarísima vez llegan allá los mercaderes, con cosas a propósito para enflaquecer los bríos; y por estar vecinos a los germanos, que moran a la otra parte del Rin, con quien traen continua guerra. Los belgas toman su principio de los últimos límites de la Galia, dilatándose hasta el bajo Rin, mirando al septentrión y al oriente. La Aquitania, entre poniente y norte, por el río Garona se extiende hasta los montes Pirineos, y aquella parte del océano que baña a España.

Salustio: La conjuración de Catilina

Lucio Catilina, oriundo de noble familia, era hombre de gran vigor, intelectual y físico, pero de malvada y perversa inclinación. Desde mancebo, agradándole la guerra intestina, matanza, pillaje y disensiones civiles, en tales menesteres empleó su mocedad. Su constitución era capaz de resistir en grado increíble el hambre, el frío y los desvelos, y estaba dotado de un espíritu audaz, astuto, tornadizo, susceptible de fingir y disimular cualquier sentimiento, codicioso del bien ajeno, pródigo del propio, fogoso en sus pasiones; poseía Catilina una cierta elocuencia, pero escasa sensatez. Su corazón insaciable, meditaba siempre proyectos desmesurados, increíbles y en demasía elevados. Después de la dominación de Sila, habíase apoderado de él la máxima ambición de adueñarse del poder, sin reparar en medio alguno, con tal de alzarse con el reino. La feroz felicidad de su espíritu sentíase cada día más atormentada por la falta de recursos económicos y por la conciencia de sus crímenes, males ambos que había él aumentado con la perversa conducta de que antes hice mérito. Incitábanlo, además, los hábitos corrompidos de sus conciudadanos, víctimas a un tiempo de los opuestos vicios de la prodigalidad y la avaricia. Y ya que me ha ofrecido ocasión de hablar de las costumbres de Roma, parece que la materia misma requiere que comience mi discurso de más atrás, y diga algo de las leyes de nuestros antepasados en tiempos de paz y en guerra, con qué normas gobernaron la República, del estado de grandeza en que la dejaron, y cómo, trocándose poco a poco, de floreciente y muy virtuosa, ha venido a ser la más perversa y estragada.

Livio: Historia de Roma desde su fundación

Origen de Roma

Sin embargo, las Parcas habían, creo, ya decretado el origen de esta gran ciudad y de la fundación del más poderoso imperio bajo el cielo. La vestal fue violada por la fuerza y dio a luz gemelos. Declaró a Marte como su padre, ya sea porque realmente lo creía, o porque la falta pudiera parecer menos grave si una deidad fue la causa de la misma. Pero ni los dioses ni los hombres la protegieron a ella o a sus niños de la crueldad del rey; la sacerdotisa fue enviada a prisión y se ordenó que los niños fuesen arrojados al río. Por un enviado del cielo, ocurrió que el Tíber desbordó sus orillas, y las franjas de agua estancada impidieron que se aproximaran al curso principal. Los que estaban llevando a los niños esperaban que esta agua estancada fuera suficiente para ahogarlos, por lo que, con la impresión de estar llevando a cabo las órdenes del rey, expusieron los niños en el punto más cercano de la inundación, donde ahora se halla la Higuera Ruminal. El lugar era entonces un páramo salvaje. La tradición continúa diciendo que, después de que la cuna flotante, en la que los niños habían sido abandonados, hubiera sido dejada en tierra firme por las aguas que se retiraban, una loba sedienta de las colinas circundantes, atraída por el llanto de los niños, se acercó a ellos, acudió a chupar sus tetas, y fue tan amable con ellos que el mayoral del rey la encontró lamiendo a los niños con su lengua. Según la historia, su nombre era Fáustulo. Se llevó a los niños a su choza y los dio a su esposa Larentia para que los criara. Algunos autores piensan que a Larentia, por su vida impura, se le había puesto el apodo de la Loba entre los pastores, y que este fue el origen de la historia maravillosa. Tan pronto como los niños, así nacidos y criados, llegaron a ser hombres jóvenes, no descuidaban sus deberes pastoriles, pero su auténtico placer era recorrer los bosques en expediciones de caza. Como su fuerza y valor fueron así desarrollándose, solían no solo acechar a los feroces animales de presa, sino que incluso atacaban a los bandidos cuando cargaban con el botín. Distribuían lo que llevaban entre los pastores quienes, rodeados de un grupo cada vez mayor de jóvenes, se asociaban tanto en su empresa seria como en su deporte y pasatiempos.

El rapto de las Sabinas

El Estado romano se había vuelto tan fuerte que era un buen partido para cualquiera de sus vecinos en la guerra, pero su grandeza amenazaba con durar solo una sazón, ya que por la ausencia de mujeres no había ninguna esperanza de descendencia, y no tenían derecho a matrimonio con sus vecinos. Siguiendo el Consejo del Senado, Rómulo envió mensajeros entre las naciones vecinas para buscar una alianza y el derecho al matrimonio mixto, en nombre de su nueva comunidad. Ciudades que, como las otras, surgieron de los más humildes comienzos y que, ayudadas por su propio valor y del favor del cielo, ganaron por sí mismos gran poder y gran renombre. En cuanto al origen de Roma, es bien sabido que, si bien había recibido la ayuda divina, el coraje y la confianza en sí mismos no faltaron. Debido, por tanto, a existir rechazo de los hombres a mezclar su sangre con sus semejantes, en ninguna parte recibieron los enviados una recepción favorable. Aunque sus propuestas fueron rechazadas, hubo al mismo tiempo una sensación general de alarma por el poder que tan rápidamente crecía entre ellos. Por lo general, se les despedía con la cuestión: si hubierais abierto un asilo para las mujeres, ahora no tendríais que buscar matrimonio en iguales condiciones. La juventud romana mal podía soportar tantos insultos y la única solución empezó a parecer el recurso a la fuerza. Para asegurar un lugar y momento propicio para tal intento, Rómulo, disimulando su resentimiento, hizo preparativos para la celebración de unos juegos, en honor de Neptuno Ecuestre, a los que llamó Consualia. Ordenó que se diera anuncio de la celebración entre las ciudades vecinas, y su pueblo lo apoyó para hacer la celebración tan espléndida como les permitiesen sus conocimientos y recursos, de modo que se produjo gran expectación. Se reunió una gran multitud; la gente estaba ansiosa por ver la nueva ciudad, todos sus vecinos más cercanos allí estaban, y vino toda la población Sabina, con sus esposas y familias. Se les invitó a aceptar la hospitalidad en distintas casas, y tras examinar la situación de la ciudad, sus murallas y el gran número de casas que incluían, se asombraron por la rapidez con que había crecido el Estado romano.

Cuando llegó la hora de celebrar los juegos, y sus ojos y mente estaban fijos en el espectáculo ante ellos, se dio la señal convenida y los romanos corrieron desde todas direcciones para llevárselas a las doncellas que estaban presentes. La mayor parte fue llevada de manera indiscriminada; pero algunas, especialmente hermosas, que habían sido elegidas para los patricios principales, fueron llevadas a su casa por plebeyos a quienes se encomendó dicha tarea.

Una, notable entre todas por su gracia y belleza, se dice que fue arrastrada por un grupo mandado por un Talasio determinado, y a las múltiples preguntas de a quién estaba destinada, siempre le contestaban: ‘Para Talasio’. De aquí el empleo de esta palabra en los ritos de matrimonio. La alarma y la consternación interrumpieron los juegos y los padres de las jóvenes huyeron, aturdidos por el dolor, lanzando amargos reproches a los infractores de las leyes de la hospitalidad y apelando al dios, por cuyo solemne juego habían acudido, solo para ser víctimas de perfidia e impiedad. Las muchachas secuestradas estaban tan desesperadas como indignadas. Rómulo, sin embargo, se les dirigió en persona y les señaló que todo era debido al orgullo de sus padres por negar el matrimonio a sus vecinos. Vivirían en honrosos matrimonios y compartirían todos sus bienes y derechos civiles y de hombres libres. Él les rogó que dejasen a un lado sus sentimientos y entregaran su afecto a los que la fortuna había hecho dueños de sus personas. Una ofensa había llevado a menudo a la reconciliación en el amor, encontrarían a sus maridos mucho más afectuosos, porque cada uno haría todo lo posible, por lo que a él tocaba, para compensarlas por la pérdida de padres y país. Estos argumentos fueron reforzados por la ternura de sus maridos, quienes excusaron su conducta invocando la fuerza irresistible de su pasión.

La Segunda Guerra Púnica

Me considero en libertad de iniciar lo que es solo una parte de mi historia con una observación preliminar, tal y como la mayoría de los escritores colocan al principio de su obra, a saber, que la guerra que voy a describir es la más memorable de cualquiera de las que hayan sido libradas; me refiero a la guerra que los cartagineses, bajo la dirección de Aníbal, libraron contra Roma. Ningún Estado, ninguna nación, tan ricas en recursos, en fuerza, se hayan enfrentado jamás con las armas; ninguna de ellas había alcanzado nunca tal estado de eficacia, o estaba mejor preparada para soportar la tensión de una guerra larga; nada había en sus tácticas que les resultara extraño después de la Primera Guerra Púnica; y tan variables fueron las fortunas y tan dudoso Marte, que aquellos que finalmente vencieron estuvieron al principio más que próximos a la ruina. Y aun con todo, grande como era su fuerza, el odio que sentían el uno por el otro fue todavía mayor. Los romanos estaban furiosamente indignados, porque los vencidos se habían atrevido a tomar la ofensiva en contra de sus conquistadores; los cartagineses estaban amargados y resentidos, por lo que consideraban un comportamiento tiránico y rapaz por parte de Roma. Se contaba que, después de dar término Amílcar a su guerra en África, estando ofreciendo sacrificio, antes de trasladar su ejército a Hispania, el pequeño Aníbal de nueve años, trataba de ablandar a su padre para que lo llevase con él; este lo llevó ante el altar, y le hizo jurar con su mano sobre la víctima, que tan pronto como le fuera posible, se declararía enemigo de Roma. La pérdida de Sicilia y Cerdeña angustiaban el orgulloso espíritu de aquel hombre, porque creía que la cesión de Sicilia se había hecho a toda prisa, teniendo la desesperación en el ánimo, y que Cerdeña había sido hurtada por los romanos, aprovechando los disturbios en África, y no contentos con su captura, le habían impuesto también una indemnización. Espoleado por estos agravios, dejó bien claro con su dirección de la guerra africana, que siguió inmediatamente a la conclusión de la paz con Roma, y con el modo en que fortaleció y amplió el gobierno de Cartago durante los nueve años de guerra en España, que él estaba pensando en una guerra mayor de la que ahora enfrentaba, y que si hubiese vivido más, se habría producido bajo su mando la invasión cartaginesa de Italia, que en realidad se produjo bajo Aníbal. La muerte de Amílcar, que se produjo muy oportunamente, y la tierna edad de Aníbal retrasaron la guerra. Asdrúbal, en el lapso que hubo entre padre e hijo, detentó el poder supremo durante ocho años. Se dice que se convirtió en el favorito de Amílcar por su belleza juvenil; posteriormente demostró otros talentos muy diferentes y se convirtió en su yerno. Al emparentar así, se colocó en una situación de poder mediante la influencia del partido Bárcida, sin duda la preponderancia entre los soldados y el pueblo llano, aunque su ascenso se produjo totalmente en contra de los deseos de los nobles. Confiando más en la política que en las armas, hizo más para extender el imperio de Cartago mediante alianzas y ganando nuevas tribus por la amistad con sus jefes, que empleando la fuerza de las armas o la guerra. Pero la paz no le dio la seguridad. Un bárbaro, a cuyo amo había condenado a muerte, le asesinó a plena luz del día, y cuando fue capturado por los testigos, se le veía tan feliz como si hubiera escapado. Incluso cuando le torturaron, su satisfacción por el éxito de su intento sobrepasaba su dolor y su rostro tenía una expresión suficiente. Debido al tacto maravilloso que había mostrado en ganarse al activo e incorporarla en sus dominios, los romanos habían renovado el tratado con Asdrúbal. Bajo sus términos, el río Ebro sería la frontera entre los dos imperios, y Sagunto, que ocupaba una posición intermedia entre ellos, sería una ciudad libre. No hubo duda alguna en cuanto a quién ocuparía su lugar. La prerrogativa militar llevó al joven Aníbal al palacio y los soldados le proclamaron jefe supremo en medio del aplauso universal. El pueblo secundó su acción. Siendo poco más que un púber, Magón escribió una carta invitando a Aníbal a unirse en Hispania, y el asunto fue, de hecho, discutido en el Senado. Los Bárcidas querían que Aníbal se familiarizase con el servicio militar; Hanón, el líder del partido opositor, se oponía a esto. La solicitud de Asdrúbal, dijo, parece bastante razonable, y sin embargo, creo que no debemos concedérsela. Esta paradójica frase despertó la atención de todo el Senado. Continuó: la misma belleza juvenil con que Asdrúbal rindió al padre de Aníbal, considera ahora con justicia que puede reclamar al hijo. ¿Esto nos hará, sin embargo, entregar nuestros jóvenes a la lujuria de nuestros comandantes sobre pretexto del entrenamiento militar? ¿Tenemos miedo de que pase mucho tiempo antes de que el hijo de Amílcar se haga con el excesivo poder y muestra de realeza que asumió su padre, y apenas tardemos en convertirnos en esclavos del déspota, cuyo yerno legó nuestro ejército, como si fueran de su propiedad? Yo, por mi parte, considero que este joven debe quedarse en casa y aprender a vivir en obediencia a las leyes y los magistrados, en igualdad con sus conciudadanos; de lo contrario, este pequeño fuego podría un día u otro encender un enorme incendio. La propuesta de Hanón recibió el apoyo, aunque minoritario, de casi todos los hombres del consejo. Asdrúbal no temía exponerse al peligro, y en su presencia, se mostraba totalmente dueño de sí.

Ningún esfuerzo le fatigaba, ni física ni mentalmente; era indiferente por igual al frío y al calor; comiendo, viviendo, se sometía a la necesidad de la naturaleza, y no al apetito; sus horas de sueño no venían determinadas por el día o por la noche, siempre que no estuviera ocupado en sus deberes, dormía y descansaba, pero ese descanso no tomaba mullido colchón o en silencio; a menudo le veían los hombres reposando en el suelo. Su ropa no era en modo alguno mejor que las de sus camaradas; lo que le hacía resaltar eran su arma y caballo. Fue de lejos el mejor tanto de la caballería como de la infantería, el primero en entrar en combate y el último en abandonar el campo de batalla. Pero a estos grandes méritos se oponían grandes vicios: una crueldad inhumana, una perfidia más que púnica, una absoluta falta de respeto por la verdad, ni reverencia ni temor a los dioses, ni respeto a los juramentos, ni sentido de la religión. Durante tres años sirvió bajo las órdenes de Asdrúbal, y durante todo ese tiempo jamás perdió oportunidad de adquirir, mediante la práctica o la observación, la experiencia necesaria que requería quien iba a ser un gran conductor de hombres.

Tácito: Anales

La ciudad de Roma fue a principios gobernada por reyes. Lucio Bruto introdujo la libertad y el consulado. La dictadura se tomaba por tiempo limitado, el poder de los decenviros no pasó de dos años, ni la autoridad consular de los tribunos militares duró mucho. No fue largo el señorío de Cinna, ni el de Sila, y la potencia de Pompeyo y Craso tuvo fin en César, como las armas de Antonio se rindieron a Augusto, el cual, bajo el nombre de príncipe, se apoderó de todo el Estado, exhausto y cansado con las discordias civiles. Las casas de Tiberio, de Cayo, de Claudio, y aun de Nerón, fueron escritas con falsedad; luego, el principado de Tiberio y los demás, todos, sin odio ni afición, de cuya causa estoy bien lejos. Después que, por la muerte de Bruto y Casio, cesaron las armas públicas; vencido Pompeyo en Sicilia, despojado Lépido, muerto Antonio, sin que del bando de los Julios quedase otra cabeza que Octavio César; dejado por él el nombre de uno de los tres varones; después de haber halagado a los soldados con donativos, al pueblo con la abundancia, a todos con la dulzura de la paz, comenzó a levantarse poco a poco. Habiendo faltado a causa de la guerra y proscripciones los más valerosos ciudadanos, y los otros nobles, cayendo en que cuanto más pronto se mostraban a la servidumbre, tanto más prestos llegaban a la riqueza y a los honores; habiéndose engrandecido por este medio, quisieron más el estado presente seguro que el pasado peligroso. Ni a las mismas provincias fue desagradable esta forma de Estado, sospechosas del gobierno del Senado y del pueblo, a causa de las diferencias entre los grandes y la avaricia de los magistrados.

Lucano: Farsalia

Guerra más que civil a través de la llanura de Emacia, y el derecho concebido al crimen cantamos, y un pueblo poderoso que, con su diestra victoriosa, revolvió contra sus propias entrañas; y la batalla entre tropas unidas por la misma sangre, y rota la alianza, combatido entre sí todas las fuerzas armadas privadas de que se hubiese agitado el poder real, hacia un crimen común; y estandartes que salen al paso de estandartes hostiles, iguales insignias de las legiones y amenázanlos. ¡Qué locura, oh ciudadanos!, ¿qué desenfreno tan grande es ese que aportamos, el de ofrecer la sangre de Roma latina a polvo odioso? Y, cuando había de ser despojada la soberbia Babilonia de los trofeos, Ausonio Jalandhar, errante y Craso en sombra no vengativa, ¿os pareció bien hacer una guerra que no iba a tener ningún triunfo? ¿Y cuánto de tierra y de relámpago pudo adquirirse con esa sangre que sacaron a las legiones civiles, donde viene Titán y donde la noche esconde las estrellas, y por donde mediodía se alza en llamas en horas ardientes, y por donde el rígido invierno, incapaz de derretirse con la primavera, amarra con el frío de Escitia un mar glacial? Si amor tan grande tiene Roma por una guerra enfada, aunque haya enviado al orbe entero bajo las leyes latinas, vuelve tu mano contra ti: aún no te ha fallado enemigo. Ahora, en cambio, el hecho es que penden las murallas de techos medio arruinados en la ciudad de Italia; y rocas enormes yacen piedras, murallas caídas, y ningún guarda ocupa las casas, y poco número de habitantes anda errante en la antigua ciudad; el hecho es que Escitia Hesperia está erizada de zarza y sin arar durante muchos años. No serás tú, intrépido Pirro, ni será Aníbal, el responsable de tan grande desastre. Los mismísimos crímenes y la impiedad causan placer con este salario. Ya puede salir a llenar sus llanuras siniestras y los manes cartagineses saciarse con sangre; los últimos combates pueden ya acudir en Farsalia, Munda, añadirse, César, el hambre de Pelusio y las fatigas de Mutina, así como la flota que acecha la áspera Leuca, y las guerras serviles al pie del ardiente Etna. Con todo, Roma debe mucho a las armas civiles, porque se han tratado del interés de tu llegada. Cuando acabada tu morada en la tierra, te dirijas hasta el Olimpo a los astros, residencia real del cielo, que haya preferido recibirte en medio de la alegría de la bóveda etérea. Ya si te complace sujetar el centro, ya si te complace subir a los carros inflamados de iluminar con tu fuego errante la tierra. Pero ni habrás escogido el asiento que tienes en el círculo ártico, ni por donde se inclina el cálido polo del austro que está al lado opuesto, desde donde deberías a tu querida Roma con astro oblicuo.

Catulo: Poesías

El pajarito de Lesbia

Gorrión, capricho de mi niña, con el que acostumbra ella a jugar, tenerlo en su regazo, ofrecerle la punta de su dedo tan pronto se le acerca y moverle agudos picotazos, cuando el ardor, objeto de mi desasosiego, le agrada jugar a no sé qué cosa querida y solaz de su dolor, entonces, creo, se le calmará su ardiente pasión. ¡Ojalá pudiera yo, como ella, jugar contigo y aliviar las tristes cuitas de mi alma! Tan grato es para mí, como cuentan que fue para la muchacha de la manzana de oro que desató su cinturón de siempre negado.

Catulo 5. Vivamos, querida Lesbia

Vivamos, querida Lesbia, y amémonos, y la habladuría de los viejos puritanos nos importen todas un bledo. Los soles pueden salir y ponerse: nosotros, tan pronto acabe nuestra efímera vida, tendremos que dormir una noche sin fin. Dame mil besos, después, bien luego, otros mil, luego otros cien, después hasta dos mil, después otra vez cien, luego, cuando lleguemos a miles, perderemos la cuenta para ignorarla y para que ningún malvado pueda dañarnos cuando se entere del total de nuestros besos.

Catulo 8. Renuncia amor

¡Desdichado Catulo, deja de hacer tonterías y lo que ves que se ha destruido considéreselo perdido! Brillaron un día para ti radiantes los soles, cuando acudías una y otra vez donde tu niña te llevaba, querida por mí cuanto no lo será ninguna. Y a ti tenían lugar entonces que eran múltiples juegos que tú querías. Tu niña no dejaba de querer. Brillaron, ¿no es verdad?, para ti de antes los soles. Ahora ya ella no quiere: tú, que nada puedes hacer, tampoco quieras, y a la que huye no la persigas, vive, desdichado, si no resistes con tenaz empeño y mantente firme. Adiós, niña, ya que tú no lo estás firme, y no te buscaré ni te haré ruegos en contra tu voluntad. Pero tú te lamentarás cuando nadie te haga ruego. ¡Criminal, ay de ti! ¿Qué vida te espera? ¿Quién se te acercará ahora? ¿A quién le parecerás bella? ¿Quién te querrá ahora? ¿A quién se dirá que eres de quién? ¿A quién besarás? ¿A quién morderás los labios? Pero tú, Catulo, resuelto, mantente firme.

Catulo 51. Flechazo

Aquel me parece igual a un dios, aquel, si es posible, superior a los dioses, quien, sentado frente a ti, sin cesar, te contempla y oye tu dulce sonrisa. Ello trastorna, desgraciado de mí, todos mis recuerdos. En cuanto te miro, Lesbia, mi garganta queda sin voz, mi lengua se paraliza, sutil llama recorre mis miembros, mis dos oídos me zumban con su propio tintineo y una doble noche cubre mis ojos. El cielo…

Catulo 51 (continuación). El ocio

…no te conviene con el ocio, te apasiona y excita demasiado. El ocio arruinó antes a reyes y ciudades florecientes.

Catulo 92. Figuras del marido

Lesbia, en presencia de su marido, echa un montón de pestes contra mí. Eso a ese insensato le produce una máxima alegría. ¡Mulo! No te enteras de nada. Si, por haberse olvidado de mí, callase, estaría curada: en realidad, como gruñe e injuria, no solo se acuerda de mí, sino, lo que es mucho más revelador, está encolerizada: o sea, se quema y lo cuenta.

Catulo 85. Amor y odio

¿Por qué hago eso, acaso preguntas? No sé, pero siento que ocurre y me atormento.

Catulo 87. El amor de Catulo

Ninguna mujer puede decir que la han querido de verdad tanto como yo te he querido a ti, Lesbia. No hubo nunca ningún pacto, una lealtad tan grande como la que yo he puesto de mi parte en mi amor por ti.

Horacio: Odas

Oda I, 11

No preguntes, Leuconoe, qué final nos han marcado a mí y a ti los dioses, ni consultes los horóscopos de los babilonios. Cuanto mejor es aceptar lo que haya de venir. Ya Júpiter te ha concedido unos cuantos inviernos más, ya vaya a ser el último el que ahora amansa al mar Tirreno con los peñascos que le pone al paso, procura ser sabia, filtra tu vino y en plazo breve reduce la larga esperanza. En cuanto que hablamos, el tiempo envidioso habrá escapado; échale mano al día, sin fiarte para nada de mañana.

Oda II, 14

¡Ay, qué deprisa, Póstumo, Póstumo, se van los años! Y la piedad no hará que se te retrasen las arrugas ni la vejez que acosa ni la indomable muerte. No, amigo, que más que cada día con trescientos bueyes aplaques a Plutón, el que no tiene lágrimas, el que a Gerión tres veces grande y a Ticio tiene preso en su siniestra onda, en esas mismas que hemos de navegar cuantos vivimos del fruto de la tierra, ya seamos reyes, seamos labradores. De nada valdrá que nos libremos del pensamiento, ¡ay!, y de las olas que en el ronco Adriático se quiebran; de nada que en otoño nos guardemos de Auster, el austro, que a los cuerpos tanto daña: tendremos que visitar al negro Cocito, que barra con su lánguida corriente, y a la infame estirpe de Dánao, y así fue el olida a larga Fati condenado. Habrá que dejar tierra y casa y a la amada esposa; y de estos árboles que cuidas, ninguno, salvo los cipreses tan odiados, irá de ti, su breve dueño. Un heredero se beberá los Cecubos que guardabas con cien llaves y teñir el suelo de un sobrio vino puro, mejor que los pontífices se beben en su cena.

Horacio: Epodos

Epodo 2. Félix aquel que de negocio alejado

Félix aquel que de negocio alejado, cual los mortales de los viejos tiempos, trabaja los paternos campos con sus bueyes de toda usura libre. A él no lo despierta, como al soldado, la trompeta fiera, y teme al mar airado; y evita el foro y la puerta activa de los ciudadanos poderosos. Y así, o bien casa los altos chopos con los crecidos sarmientos de la vid, o bien, en un valle recoleto, contempla las errantes manadas de mugientes reses; y cortando con la podadera las ramas que no sirven. Y cuando el otoño asoma por los campos su cabeza de dulces frutas ataviadas, hora le place tenderse bajo una añosa encina. Entre tanto el agua corre por ribera honda, se quejan las aves, los bosques suenan, las fuentes al manar su linfa. Mas cuando la invernal estación de Júpiter tonante apresta la lluvia y la nieve, o bien a los fieros jabalíes acosa de aquí y de allá, con muchos perros, hacia las redes que les cortan la escapada, o con la percha pulida, tiende ralas mallas para engañar a los volátiles tordos; y caza con el lazo la tímida liebre y la migrante grulla, trofeos placenteros. Quien no se olvida en medio de todo esto de las malas cuitas que provoca Roma.

Ovidio: Amores

Ovidio se ofrece a la mujer que ama

Ovidio se ofrece a la mujer que ama en demanda de amor. Le promete fidelidad y le asegura que gracias a su verso gozará de igual eterno renombre que Io, Leda y Europa. Justo lo que pido que me haga cautivado. Aquí tienes a alguien que será tu esclavo durante largos años, aquí tienes a alguien que sabrá amar con fe sincera. Aunque no cuento con el apoyo de nombres famosos de antiguos antepasados y el fundador de mi estirpe no era sino caballero, aunque mis fincas no son labradas año tras año, cebo, por lo menos, las nueve hermanas y sus compañeras y el inventor de la vid me ayudan en esta empresa, y el amor que me entrega a ti y mi fidelidad que no sucumbirá ante ninguna otra mujer, y con ellos, mis costumbres sin tacha, la desnudez sencilla y el rubor pudor. No me gustan mil mujeres, no soy un tornadizo en amor. Ofrécete a mí como argumento fecundo para mi verso: surgirán versos dignos de quien lo inspira. La poesía debe su fama a Io, la que se asustó de su cuerno, y aquella a la que el adúltero engañó bajo apariencia de un ave fluvial, y aquella que, sobre el amor, montada en un toro fingido, se agarró con su mano virginal a los retorcidos cuernos. También nosotros seremos cantados por el mundo eterno, junto a los dos, y mi nombre estará siempre unido al tuyo.

Cicerón: Catilinarias I

¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra paciencia, Catilina? ¿Cuándo nos veremos libres de tus serviles intentos? ¿No se arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredra ni la nocturna guardia del Palatino, ni la vigilancia en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hombres honrados, ni este protegidísimo lugar donde el Senado se reúne, ni la mirada y semblante de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tu conjuración fracasada por conocerla a todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo que has hecho anoche y antes de anoche? ¿Dónde estuviste? ¿A quién convocaste? ¿Qué resolviste? ¿Qué tiempo, qué costumbres? El Senado sabe esto, lo ve el cónsul, y sin embargo, Catilina, ¡vive! Hasta viene al Senado y toma parte en su acuerdo, mientras con la mirada anotas a los que de nosotros destinas a la muerte. Y nosotros, varones fuertes, creemos satisfacer a la República, previniendo las consecuencias de su furor y de su espada. A tiempo, Catilina, por orden del cónsul, debiste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también de hace tiempo, maquinas. Un ciudadano ilustre, Escipión, Pontífice Máximo, sin ser magistrado, hizo tratar a Tiberio Graco por intentar novedades que alteraban, aunque no gravemente, la Constitución de la República, y a Catilina que se aprestaba a devastar con muerte y el incendio el mundo entero, nosotros los cónsules, ¿no le castigaremos? Prescindo de ejemplos antiguos como el de Servilio, que por su propia mano dio muerte a Espurio Melio porque proyectaba una revolución. Hubo sí, en otros tiempos, en esta República la norma de que varones fortísimos impusieron mayor castigo a los ciudadanos perniciosos que a los más crueles enemigos.

Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado; no falta a la República ni el Consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; nosotros, francamente lo digo, nosotros los cónsules, somos quienes le faltamos.

Plauto: Pseudolus

El Pseudolus, probablemente la mejor y más característica de las comedias de Plauto, tiene una trampa típica, cuyo motivo central es el engaño, llevado a cabo por un esclavo contra un lenón para arrebatarle una cortesana amada por su amo, y que ya había sido vendida a un soldado. El joven Calidoro ama a Fenicia, una cortesana que pertenece al lenón Balión. Balión solo espera que un mensajero suyo, debidamente acreditado por una contraseña, le abone las veinte minas restantes para entregarle la muchacha. El plazo fijado para la entrega expira precisamente aquel mismo día. En su impotencia, Calidoro acude a un esclavo, Pseudolus, que promete solemnemente a su amo robar la cortesana al lenón o conseguir las veinte minas necesarias para el pago de su rescate. Dado que al lenón por las buenas no se puede lograr nada, Pseudolus lo acomete sin saber muy bien lo que hacer, pero seguro de sí mismo y del éxito de su empresa. Apunta su artillería directamente contra Simón, padre de Calidoro, a quien advierte claramente de su intención de estafarle, para acabar conformándose con su promesa de que le pagará un tremendo, las veinte minas que vale la joven, si consigue apoderarse de ella. Presume ya seguro de tener en su cabeza madurando un maravilloso plan, cuando la oportuna llegada de Harpax, el mensajero del soldado, le va a obligar a abandonarlo y a forjar otro sobre la marcha. Presentándose el mensajero como mano derecha de Balión, y fingiendo que su amo no está en casa, trata de conseguir inútilmente que le entregue las veinte minas, pero logra apoderarse de la contraseña enviada por el soldado.

Después, mientras el mensajero se va a descansar de la fatiga del viaje, Pseudolus disfraza adecuadamente a un esclavo y lo envía con la contraseña y veinte minas prestadas a casa del lenón para que le sea entregada la muchacha. Todo sale a pedir de boca y el lenón cae en la trampa. Contento está Balión, creyendo que ha conjurado las amenazas del esclavo, que encontrándose con Simón le promete veinte minas si se la quita a la muchacha y además se la regala. Su alegría, sin embargo, va a transformarse en llanto, dado que no recoge a la chica en el plazo establecido, pero cuando al presentarse el verdadero Harpax se ve obligado a reconocer que ha sido burlado. En consecuencia, no solo tiene que devolver las quince minas a su lado, sino que ha de pagar las veinte minas prometidas a Simón y además se queda sin la muchacha. Al final Pseudolus, borracho, después de describir con detalles la fiesta en que Calidoro celebra la liberación de su amada, exige altanero a su amo el pago de las veinte minas, aunque después, apiadándose de él, promete que si se suma a la fiesta, le perdonará, por lo menos, la mitad de la suma apostada.

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