30 May
La Lógica de la Proliferación Nuclear
Einstein se percató de que la apetencia de los Estados por obtener la salvaguarda nuclear sería insaciable por razones de prestigio, de intimidación a vecinos peligrosos, de disuasión a enemigos poderosos o como garantía para agredir impunemente a Estados más débiles: el prestigio explica bien las razones por las que se nuclearizaron franceses y británicos —los únicos dos países nucleares europeos—; intimidar a los vecinos ha sido el objeto de la bomba atómica israelí, y también paquistaní e india; protegerse de la amenaza de Estados más fuertes explica el programa nuclear norcoreano, y poder agredir a Estados más débiles con garantías es, en sentido doble, el valor que han aportado las armas nucleares a las estrategias de defensa de las superpotencias estadounidense y rusa durante la Guerra Fría: con sus enormes arsenales de miles de cabezas nucleares en estado de alerta, estadounidenses y rusos podían invadir países que no las tuviesen, mediante guerras convencionales y mientras apuntaban al contrincante para que se mantuviese en un letargo, impuesto por la dantesca posibilidad de una “Destrucción Mutua Asegurada” (MAD).
La Proliferación en el Siglo XXI
En síntesis, en los albores del siglo XXI contamos con cinco países nucleares reconocidos —EE. UU., China, Rusia, Reino Unido y Francia—, con otros tres que lo son de facto, aunque no lo han reconocido —Israel, India y Pakistán—, con sesenta que operan o han construido centrales nucleares de uso civil, y con unos cuarenta que poseen la infraestructura industrial y el know-how que les permitiría dar el salto del uso civil al militar en breve plazo de tiempo —entre otros, Alemania, Japón, Suecia, España, Finlandia o Australia—. Por si esto fuese poco, la ecuación nuclear se ha complicado exponencialmente desde que el terrorismo internacional, y sus elementos más peligrosos a la cabeza, hayan decidido “democratizar” la hecatombe y demostrado una voluntad inquebrantable de comprar, producir o robar armas de destrucción masiva —químicas, bacteriológicas, radiológicas y, si pudieran elegir, preferentemente nucleares—. Si la estrategia de la compra no ha tenido éxito por el momento, y si para la fabricación se exigirían instalaciones y medios ingentes, el robo es una hipótesis verosímil: más de 1.300 kilogramos de uranio altamente enriquecido se encuentran dispersos en reactores de investigación en unos 27 países, por no hablar de la posibilidad de una “bomba sucia” a partir de residuos nucleares. La protección de estos materiales peligrosos deja mucho que desear, especialmente en Rusia y los Nuevos Estados Independientes (NEI).
La «Caja de Herramientas» contra la Proliferación
En este contexto, alguien ha declarado, acertadamente, que la guerra de los Estados Unidos contra Irak es “the world’s first non-proliferation war”, y supone un antes y un después en los esfuerzos por contener la proliferación. Desde el año 2000, todas las instancias internacionales han declarado la guerra abierta a la proliferación, pues representa el mayor reto a la seguridad y estabilidad internacional. La guerra a la proliferación tiene una dimensión jurídica, una plasmación en las doctrinas de seguridad occidentales; ha producido algunos resultados esperanzadores en fecha reciente, pero se enfrenta a dos desafíos enconados en este complicado principio de siglo —cuyo corolario serían dos guerras regionales, pero con graves consecuencias mundiales—. El llamado “régimen de no proliferación” es la expresión jurídica de la batalla contra la proliferación. Integraría una red de organizaciones —la más importante la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) de las Naciones Unidas— que utilizan como herramienta de control las inspecciones. El corazón de este régimen son tres tratados: el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (TNP); la Convención sobre Armas Químicas y la Convención sobre Armas Biológicas y Toxínicas. La proliferación de armas de destrucción masiva, persistente desde mediados del siglo XX, ha encontrado un mefistofélico hermanamiento en los albores del siglo XXI con el no menos peligroso fenómeno del megaterrorismo: con ilimitado odio y desdén por la vida, los terroristas no tendrían ningún escrúpulo en producir destrucción ilimitada entre las poblaciones de sus enemigos. Por ello, la Resolución 1540 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas prohíbe taxativamente cualquier forma de apoyo a “actores no estatales” en su esfuerzo por “desarrollar, adquirir, fabricar, poseer, transportar, transferir o usar” armas de destrucción masiva. La Estrategia de Seguridad de la Unión Europea apunta, en la misma línea, “que la proliferación de armas de destrucción masiva incrementa el riesgo de su uso por parte de los Estados, y de su adquisición por parte de los terroristas”. La Estrategia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos autoriza los “ataques preventivos” contra países que aspiren a desarrollar estas armas, o que pudiesen contribuir a que las adquiriesen los terroristas. La preocupación común de europeos y estadounidenses condujo a que la OTAN aprobara en Praga (2002) la constitución de un “Batallón de Defensa Multinacional contra las Armas Químicas, Biológicas, Radiológicas y Nucleares” (CBRN). Por último, el club de los países más ricos del mundo, el G8, lanzó el programa “Global Partnership” en Kananaskis (Canadá) para financiar la protección o puesta en desuso de materiales e instalaciones nucleares en “objetivos vulnerables” para el terrorismo, con preferencia los situados en Rusia y en los Nuevos Estados Independientes. La iniciativa está financiada con más de mil millones de dólares.
Optimismo Cuantitativo y Pesimismo Cualitativo
El régimen de no proliferación, y la presión combinada de los países occidentales y de las potencias mundiales, ha producido algunos resultados alentadores: cuantitativamente, el efecto del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (TNP) ha sido bueno: tras su firma en 1968 y ratificación por 189 naciones hasta la fecha, más países han abandonado sus programas nucleares militares que aquellos que los hayan iniciado. Recientemente, generó gran esperanza que, primero Brasil y Sudáfrica, y ya en 2004 Libia, abandonaran definitivamente sus programas. Sin embargo, cualitativamente los resultados invitan al pesimismo: en primer lugar, porque ha emergido un “mercado negro” de material fisible; en segundo lugar, por unos grupos terroristas cada vez más cerca de traficar en él y, por último, por el desafío que suponen Corea del Norte desde 1983 —fecha en que decidió abandonar unilateralmente el Tratado de No Proliferación— e Irán desde 2002, cuando sus autoridades se vieron obligadas a reconocer que llevaban años ocultando la puesta en marcha de un programa nuclear.
El Desafío Coreano
Cuando se trata de buscar asesores sobre seguridad internacional, no falla. Los mejores son Rambo, Rocky Balboa y el Agente 007. En sus películas se pronostican los desafíos a la seguridad del mundo occidental con cinco años de antelación. Sylvester Stallone fue el primer “intelectual” del celuloide que, adiestrado por Ronald Reagan, nos convenció de que el capitalismo vencería la Guerra Fría con la misma honestidad y heroísmo con los que Rocky tumbaba en la lona al gigantesco boxeador soviético. El Agente 007 ya se enfrentaba al malicioso régimen de Corea del Norte allá por el año 2001, con Pierce Brosnan como protagonista. Kim Jong-il, el dictador coreano, no es un actor de Hollywood, aunque haya adquirido más de 20.000 películas estadounidenses y 10.000 botellas de vino francés con las que disfrutarlas. Ambos datos demuestran tanto que el líder coreano cree en su propia inmortalidad terrena como que una sesión de cine es la mejor lección de política internacional. Eso ya lo sabían otros dictadores de abolengo: igual que Adolf Hitler ideó el expansionismo alemán mientras asistía compulsivamente a óperas de Wagner; Iósif Stalin, su revolución inspirado por el “Acorazado Potemkin”; y Saddam Hussein, su concepto de resistencia antiamericana tras visualizar 26 veces la película de Ridley Scott, Black Hawk Derribado, Kim parece haber aprendido cómo poner de rodillas a George Bush estudiando a fondo las películas Pánico Nuclear, Terminator III y El Cuarto Protocolo. Al enfant terrible de la política internacional siempre le han fascinado los coches de lujo y los misiles de largo alcance. Los primeros por su suavidad, y los segundos por la irascibilidad que provocan en sus vecinos. Dictador de profesión, chantajista por la coyuntura geopolítica y embustero por herencia paterna, el déspota coreano ha desbancado como hombre más malo del mundo a Osama bin Laden, por unanimidad y con cum laude.
Un Frágil Equilibrio en el Sudeste Asiático
El problema que crea al mundo Corea del Norte no son tanto sus misiles y sus pruebas per se, como la escalada nuclear que pueda ocasionar entre las potencias regionales de Asia, primero, y la eclosión de una Guerra Fría chino-estadounidense, después. Kim percibe sus misiles Nodong y sus Taepodong como supositorios de 30 metros de longitud y 10.000 km de recorrido con los que calmar las fantasías invasoras de Japón, Corea del Sur y Estados Unidos. Sin embargo, esa amenaza latente podría instigar que Japón modifique su Constitución pacifista e inicie su propio programa nuclear. Shinzō Abe, su nuevo primer ministro, ha sido categórico en sus declaraciones públicas: adiós a la Constitución “Macarthuriana” impuesta a Japón tras la guerra; desarrollo de un programa nuclear independiente y adhesión a la doctrina del “ataque preventivo”. Semejante escalada verbal en Japón pone muy nerviosos a los únicos aliados de Corea del Norte, los chinos. Ese nerviosismo tiene causas históricas y económicas. Entre los años 1894 y 1945, los ejércitos japoneses masacraron a unos diez millones de ciudadanos chinos. El Partido Comunista siempre ha presentado a Japón como un invasor no arrepentido. Hoy Japón también invade China, pero sus mercados: invierte cada año en el gigante asiático 6.5 mil millones de dólares que emplean a diez millones de personas. En el pasado ejercicio esta inversión directa creció un 20% y representa un 10% de la inversión extranjera en China. Las economías de Japón y China están interpenetradas, no así sus intereses estratégicos.
Una Paz Armada
Aparte de disputas territoriales por una serie de rocas yermas en cuya periferia podrían encontrarse abundantes recursos energéticos, los chinos, obsesionados por la soberanía de Taiwán, llevan una década y media mejorando su dispositivo militar en el estrecho que comparten con la isla. Ese dispositivo militar incluye la instalación de misiles de medio alcance que apuntan hacia Tokio, con el fin de disuadir a los japoneses de sumarse a los estadounidenses en caso de guerra con la isla rebelde, que es un protectorado de Washington. A pesar de estos preparativos, a la China del primer ministro Hu Jintao todo le interesa más que la guerra. Como el Canciller Otto von Bismarck tras unificar Alemania, el líder chino interpreta bien que todo gesto brusco o querella regional juega en contra de las aspiraciones de su nación, que aún no es fuerte para afrontar una guerra contra Estados Unidos, Japón y Corea del Sur. Es por eso por lo que, desde el mes de julio de 2006, China ha condenado los programas nucleares de Corea del Norte en dos ocasiones, hecho insólito. En esta coyuntura tensa, el liderazgo estadounidense en la región funciona como el quicio de una balanza, aunque el más ligero error en ejercerlo pueda convertirlo en la espoleta de una Tercera Guerra Mundial. En efecto, para que su aliado Japón no se nuclearice y su enemigo Corea del Norte se desnuclearice, Estados Unidos podría estar dispuesto a ir a una guerra contra Corea del Norte. Esa guerra se extendería de inmediato a Corea del Sur y haría estallar la inestable política de equilibrio de Estados Unidos con las dos Chinas, la República Popular y Taiwán. De la potencial nuclearización de Japón, pasaríamos a una potencial guerra contra Corea del Norte en la que estaría envuelta Corea del Sur, y terminaríamos en una guerra chino-estadounidense. Demasiados parecidos con la Primera Guerra Mundial por demasiadas alianzas entre las partes. La crisis, cuyo final negociado no tendrá final y cuyo final bélico no es lógico, podría acabar si alguien inteligente le mandase a Kim Jong-il la película de Wolfgang Becker, Good Bye, Lenin!… pero a Kim solo le gusta el cine estadounidense.
La Bomba de los Ayatolás
El antiamericanismo —como la guerra— hace extraños compañeros de cama. Irán y Corea del Norte no tienen nada en común, salvo el mismo enemigo —los EE. UU.—, los mismos socios —China y Rusia—, la misma aspiración —la bomba atómica—, y los acuerdos pertinentes para desarrollarla: Corea es uno de los suministradores principales de armamento y tecnología militar —sobre todo misiles— de Teherán. Irán tiene tantas razones para aspirar a una bomba atómica, como sus oponentes occidentales convicciones para no permitirlo; por ello, todos los caminos del programa nuclear iraní conducen a la mesa de negociación, a no ser que estén en lo cierto aquellos que opinan que la política internacional de Teherán “parece un desafío a la razón estratégica” —Gnesotto—. Si este fuese el caso, el desenlace ilógico de semejante ambición no podría ser otro que una catástrofe regional en la que se verían implicados treinta o cuarenta países: una coalición de occidentales —liderada por los Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Alemania, más Israel, a la que se sumarían todos los países del Golfo, probablemente la UE y más que probablemente la OTAN—, por un lado y, por el otro, un frente iraní y sirio, con el inestimable apoyo de Hezbolá desde Líbano, del chiismo iraquí y del yihadismo internacional desde Irak hasta Afganistán.
Trágica Evidencia: Irán no es Irak
Este escenario no interesa a nadie cuerdo, y pone de manifiesto una primera observación tan evidente como impertinente: Irán no es Irak. La evidencia escapa a muchos, a pesar de todo. Escapa a aquellos lobbies en el Congreso de los Estados Unidos que pugnan por evitar una mejora de las relaciones entre su país e Irán; al presidente Bush, que apostó por un tono belicoso tras la invasión de Irak en 2003, a pesar del papel constructivo de Irán en la lucha contra Al Qaeda, contra los talibanes y contra Saddam Hussein —todos enemigos acérrimos de Teherán—; y escapa también a los “halcones” de la política israelí, promotores de ataques preventivos inmediatos. Resulta irónico que, visto lo visto en Irak desde 2003 y en Líbano en el verano de 2006, estos grupos poderosos e influyentes no se percaten de que Irán es un país del tamaño de Alaska, con la población de Alemania, con una identidad nacional fuerte y bien definida después de tres mil años de historia; cuenta con unas de las más grandes reservas mundiales de petróleo y gas, además de una poderosa industria armamentística —que ha desarrollado al menos seis programas de misiles—, y un ejército que podría alcanzar los diez millones de soldados de un día para otro: que alguien explique, entonces, con qué plan piensan invadir Irán los Estados Unidos o Israel y, sobre todo, cómo piensan estabilizar la situación tras la campaña. Si los potenciales enemigos de Irán no pueden subestimar el órdago atómico de los ayatolás, sería un error inexcusable también que Irán sobrevalorase las cartas con las que juega su partida regional, y llegase a la muy errónea conclusión de que los occidentales e Israel se acomodarían y aprenderían a convivir con una república islámica nuclear con ambiciones hegemónicas en la región. Semejante planteamiento es ciencia ficción en las coordenadas actuales. El fait accompli no funcionará. Si la hipótesis invasora de los cruzados occidentales es ridícula y las posibilidades de un Irán nuclear escasas, antes o después habrá que comenzar un tedioso proceso diplomático, o mejor dicho, volver al tedioso y hasta ahora poco exitoso proceso diplomático que iniciaron los europeos en 2003, con el consentimiento de los Estados Unidos.
Negociación o Guerra
En esa posible vuelta a la negociación, habría que intentar comprender las causas por las que Irán aspira a la nuclearización, y hacer comprender a Irán las causas por las que su nuclearización es innecesaria y peligrosa. En el año 2002, agentes libios filtraron a estadounidenses y británicos que Irán llevaba años desarrollando un programa nuclear, con el apoyo inestimable del padre de la bomba atómica pakistaní, el científico Dr. Abdul Qadeer Khan, y la asistencia de Corea del Norte. En un ambiente crispado, los líderes iraníes, en aquel momento el reformista Jatamí, se vieron obligados a reconocer la evidencia, pero apuntaron seguidamente que Irán desarrollaba un programa nuclear civil y no militar, por lo que no estaban infringiendo la legalidad, ni transgrediendo sus compromisos como país signatario del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (TNP). La argumentación iraní era inteligente, y aprovechaba en su beneficio dos flaquezas: las fisuras del Tratado y el “doble rasero” de los occidentales. En cuanto al Tratado, uno de los mayores beneficios para sus signatarios es que autoriza la puesta en marcha de programas nucleares de uso civil, siempre que se ejecuten bajo la supervisión de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA). Los países miembros están así autorizados a asistir al interesado y proporcionarle la tecnología necesaria. Cuando se redactó el Tratado, nadie pareció prestar la debida atención a dos situaciones derivadas de este régimen, y que permitían el fraude: la primera, que un país podía firmar el Tratado, comprar legalmente la tecnología nuclear para uso civil y abandonarlo para militarizar entonces su programa. En segundo lugar, una vez se posee la tecnología nuclear para uso civil, el salto a su uso militar es relativamente simple y rápido. Cuando Irán declaró públicamente que su programa era de carácter civil, que la bomba atómica no era un objetivo y que respetaban el TNP, explotaba, en segundo lugar, la noción de que los países occidentales utilizan un doble rasero: por ejemplo, habían autorizado el desarrollo de un programa similar en Brasil, miraron hacia otro lado en el caso de Israel, pero obstaculizan el de Irán. El presidente iraní lo ha comparado a una suerte de apartheid.
El «Martillo» Estadounidense
Pero la filigrana persa de esconderse tras la norma, y la «victimización» inherente al “doble rasero”, no han contribuido a rebajar las suspicacias occidentales y, muy especialmente, la belicosidad de los Estados Unidos contra Irán, la cual no es reciente. Desde el 11-S, Washington se ha embarcado en la tarea de llenar el vacío legal del Tratado, al que podrían acogerse regímenes astutos y enemigos: le han añadido una suerte de cláusula no escrita, elocuente y despreocupada por completo de su cinismo político: los países no nucleares podrán nuclearizarse con programas civiles a condición de ser amigos —como la India, Pakistán o Israel—, si dejan de ser enemigos como Libia y al mismo tiempo cumplen estrictamente la letra y el espíritu del Tratado de No Proliferación. Si no se encaja en esta casuística, y como demuestra el caso de Irak, los Estados Unidos se arrogan el derecho a intervenir. El giro libio y su apertura en 2004 demuestran que esta última cláusula cuenta en los cálculos de los países. Pero más allá del posible cinismo occidental, la suspicacia de europeos y estadounidenses sobre el caso iraní no está falta de argumentos. Una duda abrumadora sobrevuela el proyecto iraní: si su programa es de uso civil ¿por qué lo han mantenido en secreto?; la conexión entre ese programa y el Dr. Qadeer Khan y el régimen de Pionyang tampoco favorece la tesis de su carácter pacífico; por otro lado, ¿por qué un país con enormes reservas de petróleo y gas habría de tener semejante obsesión con un programa para producir energía? ¿Por qué desarrolla Teherán, en paralelo, un programa de misiles? Por último, a los occidentales no se les escapa que son muchas las circunstancias objetivas que animan a Irán a fabricar una bomba atómica como instrumento nivelador de los desajustes de su estrategia de seguridad.
«El Gran Satán» versus «el Estado Bandido»
Irán tiene enemigos reales y ambiciones latentes: para lidiar con lo primero y avanzar en lo segundo, una bomba atómica sería muy beneficiosa. El primer problema de seguridad de Irán son los Estados Unidos, y de él se derivan todos los demás: la existencia del Estado de Israel, una política deliberada de aislamiento y contención de la república islámica, y su inferioridad militar convencional. La relación entre los Estados Unidos e Irán solo existe en sentido negativo. El régimen persa se refiere a los Estados Unidos como “el Gran Satán”, y los Estados Unidos a Irán como el país más peligroso de los integrados en su “eje del mal”. La Estrategia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos —la “Doctrina Bush”— señala, de una manera directa e inusualmente clara, que “no enfrentamos desafío mayor proveniente de una nación que Irán (…) los esfuerzos diplomáticos deberán tener éxito si se pretende evitar la confrontación militar”. En las elecciones presidenciales de julio de 2005 en Irán, el candidato ganador, Ahmadineyad, hizo su recorrido hasta las urnas pisoteando banderas estadounidenses extendidas en el suelo. Para Ahmadineyad, o cualquier otro líder revolucionario, la historia reciente provoca desconfianza y rabia al mismo tiempo: en el año 1953, la CIA organizó el golpe de Estado por el que el presidente Mosaddegh, un nacionalista independiente que nacionalizó la industria petrolera iraní, fue depuesto. En su lugar, los estadounidenses establecieron una Monarquía liderada por el Sha, hasta el año 1979. Tras la revolución jomeinista, tres episodios dejaron un rastro indeleble y amargo: los estadounidenses impusieron un embargo severo que dura hasta nuestros días; la crisis de los diplomáticos estadounidenses retenidos durante 444 días en la Embajada de su país en Teherán humilló profundamente a los Estados Unidos y la guerra Irán-Irak (1981-1988) fue, para muchos iraníes, el resultado de las maquinaciones norteamericanas. Norteamericanos y europeos armaron a Saddam Hussein hasta los dientes. Nadie protestó ni amenazó con sanciones cuando Saddam Hussein utilizó armas químicas contra Irán durante el conflicto. Esas armas eran de procedencia occidental.
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