03 Abr


El ser humano siempre ha sentido curiosidad por
el cielo, por las luces y cuerpos que se movían en el
Universo. De él procedían las tormentas y los días
apacibles, que se atribuían a los dioses, así que la
observación del cielo era una de las tareas más
habituales entre los antiguos pobladores
de la Tierra. De este modo, se descubrieron
algunos de los planetas
que conocemos, como Mercurio,
Venus, Marte, Júpiter y Saturno,
que se podían contemplar a
simple vista… Pero había más.
En 1781, William Herschel se
encontraba en su tranquilo observatorio
empleando uno de
los precisos telescopios que él
mismo había creado para analizar
las trayectorias orbitales de las estrellas
dobles. De pronto apareció un gran
cuerpo celeste en el campo visual de su telescopio:

¿Qué será esa mancha oscura? Es muy grande…
Yo diría que es una estrella insólita, quizá una nebulosa
o un cometa mientras hablaba, Herschel
siguió observando por el telescopio. No tiene cola,
así que no puede ser un cometa. ¿Qué será?
Su ayudante miró por el telescopio y dijo:

Profesor, el otro día su colega John Flamsteed aseguró
que él también había visto un cuerpo
celeste que se movía en el espacio y
que parecía estar más lejos que Saturno,
pero dijo que, sin duda, se
trataba de una estrella.
No, no puede ser, déjeme observarlo…
No brilla tanto como
una estrella. Tiene que ser
otra cosa.
Tras muchas investigaciones,
Herschel concluyó que se trataba
de un nuevo planeta y lo denominó
Georgium Sidus, estrella de Jorge,
en honor a su mecenas, el rey George III
de Inglaterra.
Hubo que esperar hasta 1850 para que el astrónomo
alemán Johann Bode lo rebautizara con el nombre
del padre

El ser humano siempre ha sentido curiosidad por
el cielo, por las luces y cuerpos que se movían en el
Universo. De él procedían las tormentas y los días
apacibles, que se atribuían a los dioses, así que la
observación del cielo era una de las tareas más
habituales entre los antiguos pobladores
de la Tierra. De este modo, se descubrieron
algunos de los planetas
que conocemos, como Mercurio,
Venus, Marte, Júpiter y Saturno,
que se podían contemplar a
simple vista… Pero había más.
En 1781, William Herschel se
encontraba en su tranquilo observatorio
empleando uno de
los precisos telescopios que él
mismo había creado para analizar
las trayectorias orbitales de las estrellas
dobles. De pronto apareció un gran
cuerpo celeste en el campo visual de su telescopio:
¿Qué será esa mancha oscura? Es muy grande…
Yo diría que es una estrella insólita, quizá una nebulosa
o un cometa mientras hablaba, Herschel
siguió observando por el telescopio. No tiene cola,
así que no puede ser un cometa. ¿Qué será?
Su ayudante miró por el telescopio y dijo:
Profesor, el otro día su colega John Flamsteed aseguró
que él también había visto un cuerpo
celeste que se movía en el espacio y
que parecía estar más lejos que Saturno,
pero dijo que, sin duda, se
trataba de una estrella.
No, no puede ser, déjeme observarlo…
No brilla tanto como
una estrella. Tiene que ser
otra cosa.
Tras muchas investigaciones,
Herschel concluyó que se trataba
de un nuevo planeta y lo denominó
Georgium Sidus, estrella de Jorge,
en honor a su mecenas, el rey George III
de Inglaterra.
Hubo que esperar hasta 1850 para que el astrónomo
alemán Johann Bode lo rebautizara con el nombre
del padre


Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido
aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa
de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva.
Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad
a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin
ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo
en la España distante, en el convento de Los Abrojos,
donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su
eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso
de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas
de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo
ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció
como el lecho en que descansaría, al fin, de sus
temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano
dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas
palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna
de su talento y de su cultura universal y de su arduo
conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese
día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en
lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para
engañar a sus opresores y salvar la vida.
Si me matáis les dijo, puedo hacer que el sol se
oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió
la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo
un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin
cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola
chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra
de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol
eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin
ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las
infinitas fechas en que se producirían eclipses solares
y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya
habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa
ayuda de Aristóteles.

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