24 May

El panorama del teatro español tras la Guerra Civil fue muy diferente al que había antes del
conflicto. Tras la contienda, muchos dramaturgos innovadores o bien habían muerto (Valle- Inclán,
Unamuno y García Lorca) o bien se habían exiliado (Alberti, Max Aub). Mientras en Europa se
está viviendo una época de renovación del género, en España, la censura del régimen promovíó
un teatro más conservador y menos crítico, lleno de un humor superficial que buscaba entretener
al público.
Fue«Historia de una escalera» (1949), de Buero Vallejo, la obra que abríó el camino
hacia la renovación de la escena española, que será consolidada en la década de los sesenta
gracias a festivales de teatro y a la influencia del teatro europeo.
En la década de los cuarenta, el teatro refleja la pasión triunfalista así como el rencor. El público
demandaba un teatro que entretuviera alejado de cualquier innovación. Se utilizaba el teatro para
transmitir las ideas del régimen. Dentro de esta corriente encontramos el teatro burgués,
caracterizado por ser comedias y dramas de enredos, diálogos sólidos y una crítica a las
costumbres burguesas pero sin cuestionarla. Destacamos a José María Pemán («La viudita
naviera», 1960), Juan Ignacio Luca de Tena («¿Dónde vas, Alfonso XlI?», 1957) y Edgar Neville
(«Adelita», 1955).
El teatro de humor sufre una renovación gracias a dos autores, quienes conducen este género
hacia lo absurdo a través de situaciones inverosímiles, un lenguaje agudo y crítico. El primero de
ellos esclardiel Poncela, quien rompe con las formas tradicionales de lo cómico y hace una
caricatura de la sociedad de su época con un humor inteligente, lo que hizo que el público mo
entendiera muchas veces sus originalidades. Entre sus obras, destacamos «Eloísa está debajo de
un almendro», (1940). El otro autor es Miguel Mihura, quien presenta una actitud inconformista
ante las convenciones sociales y usa un lenguaje lleno de ingenio para criticarlas. Su obra «Tres
sombreros de copa» (1932, aunque estrenada veinte años después), rompe con el fondo y la
forma del teatro cómico anterior gracias a un lenguaje irónico y situaciones inverosímiles.
Como hemos dicho anteriormente, fue «Historia de una escalera» (1949), de Buero Vallejo, la obra
que inició la renovación del teatro. El Realismo social llega también al teatro, como en la poesía y
la novela, con la intención de mostrar los problemas sociales de la época: la falta de libertad, las
desigualdades, etc., lo que hizo que muchas obras no pudieran ser estrenadas por culpa de la
censura. El teatro de Buero Vallejo está comprometido con la sociedad y pretende llevar al
espectador a la catarsis trágica, es decir, quiere conmoverlo e impulsarlo a cambiar su propio
destino. El diálogo se vuelve denso y hondo, y sus personajes son antagónicos, ambiguos.
Además, los aspectos espectaculares adquieren una relevancia simbólica, de tal manera que
están descritos con minuciosidad. Al final, el espectador ve los problemas que le rodean, pero
Buero Vallejo cierra sus obras con interrogantes, de tal modo que cada uno debe buscar las
medidas convenientes para solucionarlos. Otra obra importante es «El tragaluz» (1967).
Los sesenta traen un mayor alejamiento del teatro comercial en busca de nuevas técnicas y
formas. La influencia de autores europeos como Brecht, lonesco o Samuel Beckett se empiezan a
asentar en los escenarios españoles. Se busca alejarse de la estética realista con un nuevo
lenguaje basado en el espectáculo, la escenografía y las técnicas audiovisuales, minimizando la
importancia de la acción y utilizando alegorías. Francisco Nieva («La carroza de plomo candente»,
1971) llama a su obra teatro furioso e impregna su obra de símbolos y elementos oníricos.
Fernando Arrabal crea su llamado teatro pánico con elementos propios del Vanguardismo y el
teatro del absurdo. Su obra es rebelde e inconformista aunque planea sobre el pesimismo
existencial. Entre sus obras podemos destacar «Pic-Nic» (1952) y «El cementerio de automóviles»
(1957).
A finales de la década surgen los grupos de teatro independiente que realizan su actividad
renovadora a pesar de los obstáculos políticos y económicos. «Tábano», «Els Joglars» o el «Teatro
Experimental Independiente (TEI)» son algunos de estos grupos.

El final de la dictadura (1975) trajo la representación de aquellos autores y obras silenciadas por la
censura, un teatro en libertad, ayudas institucionales, etc., pero el público no reacciona bien a los
cambios y se regresa a las formas tradicionales que convive con espectáculos de compañías
independientes Antonio Gala que inició su producción dramática en el Realismo social con obras
como «Los verdes campos del Edén» (1963), se convierte en los ochenta en un autor de
referencia con obras como «La vieja señorita del paraíso» (1980). Sus personajes suelen ser
femeninos y trata temas como el amor o la soledad. Esta corriente de Realismo renovado busca un
equilibrio entre el teatro convencional y el vanguardista, y adopta el compromiso social que se
manifiesta con un lenguaje coloquial y cotidiano. José Luis Alonso de Santos («La estanquera de
Vallecas», 1981) enfoca su crítica hacia la sociedad con humor, y crea personajes con un conflicto
existencialista entre la realidad y el deseo. José Sanchis Sinisterra («¡Ay, Carmela!», 1986)
combina las formas tradicionales con las contemporáneas en obras que reflexionan sobre el
propio teatro. La comedia burguesa se renueva también. Es un teatro que busca entretener al
público que en ocasiones aborda temas sociales y mezcla géneros como la farsa, la comedia o el
vodevil. Destaca Ana Diosdado quien en su obra «Olvida los tambores» (1972) critica a la
burguésía y la falta de libertad durante el tardofranquismo, evolucionando hacia un teatro de
consumo con obras como «Los ochenta son nuestros» (1988).

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