29 Oct

Sus compañeros.— Desde el principio había sido costumbre de los predicadores del cristianismo, no ir solos en sus expediciones, sino de dos en dos. Pablo mejoró esta práctica, yendo generalmente con dos com­pañeros, uno de ellos joven, el cual tal vez tomó el cargo de los arreglos del viaje. En su primera expedí­ción sus compañeros fueron Bernabé y Juan Marcos, el sobrino de Bernabé.

Ya hemos visto que Bernabé puede ser llamado el descubridor de Pablo. Y cuando partieron juntos en este viaje, probablemente estuvo en condiciones de ser el patrón de Pablo, pues gozaba de mucha considera­ción en la comunidad cristiana. Convertido aparente­mente en el día de Pentecostés, había tomado una parte importante en los eventos posteriores. Fue un hombre de alta posición social, propietario en la isla de Chipre, y lo sacrificó todo en aras del nuevo moví­miento a que se había unido. En el ardor del entusiasmo que condujo a los primeros cristianos a partir sus propiedades unos con otros, vendió todo lo que tenía y puso el dinero a los pies de los apóstoles. Desde entonces estaba empleado constantemente en la obra de la predicación, y tenía un don de elocuencia tan notable que fue llamado el «hijo de exhortación». Un incidente que ocurrió en la última parte de este viaje nos da una idea del aspecto de los dos hombres. Cuando los habitantes de Listra los tomaron por dioses, llamaron a Bernabé Júpiter, y a Pablo Mercurio. En el arte antiguo, Júpiter fue representado siempre por una figura alta, majestuosa, y benigna, mientras Mercurio fue el pequeño y rápido mensajero del padre de los dioses y de los hombres. Probablemente les pareció por esto que Bernabé, por su figura grande, graciosa, y paternal, era el jefe y director de la expedí­ción, mientras Pablo, pequeño y ardiente, no era más que el subordinado. La dirección que tomaron fue la que se esperaba que Bernabé escogería naturalmente. Se fueron primero a Chipre, la isla en donde había tenido su propiedad, y donde muchos de sus amigos todavía residían. Estaba a ochenta millas al sudoeste de Seleucia, el puerto de Antioquia, y pudieron llegar a ella en el mismo día en que dejaron a esta última ciudad, centro de sus operaciones.

Chipre.- Pero aunque Bernabé parecía ser el jefe, este buen hombre probablemente conoció que las humildes palabras del Bautista podían ser usadas por él mismo con referencia a su compañero: «A él conviene crecer, mas a mí menguar». De todos modos, tan pronto como su obra entrara en un período de acti­vidad, esta debía ser la relación entre ellos. Después de pasar por toda la isla, del Oriente al Occidente, evangelizando, llegaron a Pafo, su ciudad principal, y allí los problemas para cuya solución habían salido les encontraron en la más concreta forma. Pafo era el centro del culto de Venus, la diosa del amor, la cual se dijo haber nacido de la espuma del mar en este mismo sitio, y su culto se caracterizó por el libertinaje y la disolución. Fue en pequeño la pintura de Grecia, su­mida en la decadencia moral, Pafo fue el asiento del gobierno romano también, y en la silla proconsular sentábase un hombre, Sergio Paulo, cuyo carácter noble, pero absolutamente falto de una fe sólida, demostraba la ineptitud de Roma en aquella época para satisfacer las mayores necesidades de sus mejores hijos. En la corte proconsular, jugando con la credulidad del investigador, prosperaba un hechicero judaico, llamado Elimas, cuyas artes formaron el cuadro de las más bajas miserias a que el carácter judaico pudo des­cender. Toda la escena fue una especie de miniatura del mundo, cuyos males habían salido a curar los misioneros. En presencia de tales exigencias, Pablo des­plegó por primera vez los poderes superiores de que estaba dotado. Un acceso del Espíritu Santo le tomó y le capacitó para vencer todos los obstáculos. Redujo al hechicero judaico a la vergüenza, convirtió al gober­nador romano, y fundó en la ciudad una iglesia cris­tiana en oposición al templo griego. Desde aquella hora Bernabé ocupó el segundo lugar, y Pablo tomó su posición natural como jefe de la misión. Ya no leemos más, como antes, de Bernabé y Saulo, sino siempre de Pablo y Bernabé. El subordinado había llegado a ser el jefe; y como para indicar que se había convertido en un nuevo hombre y tomado un nuevo puesto, ya no fue llamado por el nombre judaico de Saulo, que hasta entonces había llevado, sino por el nombre de Paulo (Pablo), que, a partir de allí, ha sido su nombre entre los cristianos.

El continente del Asía Menor.— El movimiento que siguió vino a señalar tan claramente la elección del nuevo jefe, como el anterior había fijado la del chiprio­ta Bernabé. Cruzaron el mar hasta Perge, población a la mitad de la costa meridional de Asía Menor; luego pasaron hacia el norte, cien millas en el continente, y entonces hasta el este, hasta un punto casi directa­mente al norte de Tarso. Esta ruta les condujo por una especie de semicircuito, por los distritos de Panfilia, Pisidia, y Licaonia, que tocan por el oeste y norte con Cilicia, la provincia natal de Pablo. Así que, si se dio el caso de haber evangelizado ya a Cilicia, ahora estaba extendiendo sus trabajos a las regiones más cercanas.

La deserción de Marcos. – En Perge, punto de par­tida de la segunda mitad del viaje, una desgracia acon­teció a la expedición: Juan Marcos desertó de sus compañeros y partió para su hogar. Puede ser que la nueva posición asumida por Pablo le ofendió, aunque su generoso tío no sintió tal enemistad por aquello que fue la ordenanza de la naturaleza y la de Dios. Pero es más probable que la causa de su separación fuera el desmayo producido por la intuición de los peligros que había de encontrar. Estos fueron tales que bien pu­dieron infundir terror aun en los corazones más resuel­tos. Más allá de Perge se levantaban las cimas cubiertas de nieve del monte Tauro, que habían de penetrar por estrechos desfiladeros en los que debían cruzar, por débiles puentecillos, rápidos-torrentes, y en donde los castillos de los ladrones, que velaban para prender a los viajeros, estaban escondidos en posiciones tan inaccesibles, que aun los ejércitos romanos no habían podido exterminarlos. Cuando estos peligros preliminares hu­bieron sido vencidos, la perspectiva de más allá no fue más atractiva. El país al norte del Tauro era una vasta mesa más elevada que las cumbres de las más altas montañas de Inglaterra, contaba con lagos solitarios, masas irregulares de montañas y extensiones de desier­to, donde la población era ruda y hablaba una variedad casi infinita de dialectos. Estas cosas llenaron de terror a Marcos y le hicieron volverse. Pero sus compañeros, llevando sus vidas en la mano, iban adelante. Para ellos era suficiente saber que allí había una multitud de almas que perecían y que necesitaban la salvación de que ellos eran los heraldos. Y Pablo conoció que allí había una porción de su propio pueblo esparcida en estas distantes regiones de los paganos.

Antioquia en Pisidia, e Iconio.- ¿Podemos concebir cuál fue su conducta en las ciudades que visitaron? Es difícil, ciertamente, representárnoslo. Al tratar de ver­los con los ojos de la inteligencia entrar en alguna población, naturalmente pensamos de ellos como de los más importantes personajes del lugar. Para nosotros su entrada es tan augusta como si hubieran sido llevados en un carro de triunfo. Muy diferente, sin embargo, fue la realidad. Entraban en una ciudad tan quieta y secretamente como dos extranjeros cualesquiera, que alguna mañana pasasen por una de nuestras poblá­ciones. Su primer cuidado era conseguir alojamiento, y luego tenían que buscar trabajo, porque trabajaban en su ocupación donde quiera que se hallaran. Nada podía ser más común. ¿Quién había de pensar que este hombre, cubierto del polvo del camino, yendo de la puerta de un fabricante de tiendas a la de otro, buscando trabajo, estaba llevando el porvenir del mundo bajo su capa? Cuando el sábado llegara, cesarían de trabajar, como los otros judíos de la ciudad, y se reunirían en la sinagoga. Participarían en cantar los Salmos y en orar con los otros adoradores, y escucharían la lectura de las Escrituras. Después de esto el presbítero, quizá, preguntaría si alguno tenía palabra de exhortación que pronunciar. Esta sería la oportu­nidad de Pablo. Se levantaría y con mano extendida comenzaría a hablar. Desde luego el auditorio recono­cería los acentos del rabí educado, y la nueva voz ganaría su atención. Considerando los pasajes que habían sido leídos, pronto se juntaría con la corriente de la historia judaica hasta hacer el anuncio sorpren­dente de que el Mesías, esperado por sus padres y prometido por sus profetas, había llegado ya, y que el que hablaba había sido enviado entre ellos como su apóstol. Entonces seguiría la historia de Jesús: era cierto que había sido rechazado por las autoridades de Jerusalén y crucificado, pero podía demostrarse que esto había acontecido de acuerdo con las profecías, y que su resurrección de la muerte era una prueba infa­lible de que había sido enviado por Dios. Ahora había sido exaltado a ser Príncipe y Salvador para dar a Israel arrepentimiento y remisión de los pecados. Fácil­mente podemos imaginar la sensación que produciría tal sermón de tal predicador, y el murmullo de conver­saciones que se levantaría de entre los congregantes después de su separación de la sinagoga. Durante la semana sería el tema de conversación en la ciudad, y Pablo estaría listo para platicar en su trabajo o en los momentos desocupados de la tarde, con cualquiera que deseara recibir más informes. El siguiente sábado la sinagoga estaría llena, no de judíos solamente, sino también de gentiles que tendrían curiosidad de ver a los extranjeros. Y Pablo ahora descubriría el secreto de que la salvación por Jesucristo era, tanto para los gentiles como para los judíos. Esta sería generalmente la señal para que los judíos contradijeran y blasfemaran, y volviéndose de ellos, Pablo se dirigiera a los gentiles. Pero entre tanto el fanatismo de los judíos se excitaría, y levantarían a la gente o asegurarían el interés de las autoridades contra los extranjeros; y en un tempestuoso tumulto popular, o por decreto de las autoridades, los mensajeros del evangelio serían arroja­dos de la ciudad. Tal aconteció en Antioquia de Pisidia, su primera estación en el interior del Asía Menor, y fue después muy frecuente en la vida de Pablo.

Listra y Derbe.- Algunas veces no escaparon con tanta facilidad. En Listra, por ejemplo, se encontraron entre paganos rudos, que al principio quedaron tan encantados con las palabras atractivas de Pablo y tan impresionados con la apariencia de los predicadores, que les tomaron por dioses, y estuvieron al punto de ofrecerles sacrificio, .Esto llenó a los misioneros de tal horror que rechazaron las intenciones de la multitud con violencia. Una repentina revolución sucedió en el sentimiento popular, y Pablo fue apedreado y arrojado de la ciudad aparentemente muerto.

Tales fueron las escenas de excitación y peligro por las cuales tenían que pasar en esta región remota. Pero su entusiasmo nunca flaqueó. Nunca pensaron en vol­verse. Cuando eran arrojados de una ciudad, iban a otra. Y por malo que fuera su éxito algunas veces, no abandonaban una ciudad sin dejar tras ellos una pe­queña compañía de convertidos, tal vez unos pocos judíos, algunos prosélitos y cierto número de gentiles. El evangelio encontró a aquellos para quienes había sido designado: a penitentes cargados con el pecado; almas no satisfechas con el mundo, ni con la religión de sus antepasados; corazones que anhelaban la sim­Patía y el amor divinos; y «los que estaban ordenados para la vida eterna creyeron». Estos formaron en cada ciudad el núcleo de una iglesia cristiana. Aun en Listra, donde la derrota pareció ser completa, un pequeño grupo de corazones fíeles se reunió alrededor del cuerpo) molido del apóstol fuera de las puertas de la ciudad. Eunice y Loida estuvieron allí con sus ministraciones tiernas, y el joven Timoteo, al mirar aquella cara pálida y sangrienta, sintió que su corazón estaba unido para siempre con el héroe que había tenido el valor de sufrir hasta la muerte por su fe.

En el amor intenso de tales corazones Pablo recibió compensación por el sufrimiento y la injusticia. Si, como algunos suponen, el pueblo de esta región formó parte de las iglesias de Galacia, vemos en la epístola dirigida a ellos la clase de amor que le tenían. Le recibieron, dice, como a un ángel de Dios y aun como a Jesucristo mismo. Estuvieron listos aun para sacarse los ojos y dárselos a él. Fueron de bondad ruda e impulsos violentos. Su religión nativa era de vivas y excitantes demostraciones, y llevaron estas características a la nueva fe que habían adoptado. Se llenaron de gozo y del Espíritu Santo, y el avivamiento se extendió por todas partes con gran rapidez hasta que la palabra publicada por las pequeñas comunidades cristianas se oyó por los declives del Tauro y los valles del Cestro y Halis. El ardiente corazón de Pablo no pudo menos que regocijarse en tal exhibición de afecto. Correspon­dió a ella, dándoles su más profundo amor. Las ciudades mencionadas en su itinerario son Antioquia en Pisidia, Iconio, Listra y Derbe; pero cuando en la última de ellas había acabado su curso, y el camino se le abrió para descender por las puertas de Cilicia a Tarso y de allí a Antioquia, prefirió volver por el camino por donde había ido. A pesar de los peligros más inminentes volvió a visitar todos estos lugares, para ver otra vez a sus amados convertidos y consolarles en presencia de la persecución; y ordenó presbíteros en todas las ciudades para que velaran sobre las iglesias durante su ausencia.

El regreso.- Al fin, los misioneros bajaron de estos terrenos altos a la costa, y navegaron a Antioquia, de donde habían salido. Cansados con el trabajo y los sufrimientos, pero llenos de gozo por su buen éxito, aparecieron entre aquellos que los habían enviado y que sin duda los habían seguido con sus oraciones. Como exploradores que volvían de encontrar un nuevo mundo, relataron los milagros de la gracia que habían presenciado en el mundo desconocido de los paganos

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