26 Jun

Raguenet y Lecerf: La polémica entre Italia y Francia

 La polémica que se origina entre los  partidarios del melodrama italiano y los partidarios del melodrama francés; presenta puntos de contacto con la querelle des anciens et des modernes (los antiguos y los modernos), que no revela solamente una orientación diferente del gusto, sino una alternativa estético-filosófica nueva.

  El melodrama francés se desenvolvió conforme a las aportaciones que hiciera Lully, de acuerdo con una tradición basada en la seriedad y la austera sencillez, sujeto a las reglas tradicionales que se acomodó al gusto áulico y clasicista de los ambientes aristocráticos de la corte. La polémica arrancó entonces del reconocimiento de este estado de cosas.

Jean Baptiste Lully (Florencia 1632- París 1687). Murió de gangrena al herirse un pie con su bastón de director de orquesta, pesada barra de hierro que servía para llevar el compás golpeando el suelo con ella.

A partir de 1645, la Gazette de France, fundada en 1631, rinde cuentas de las óperas italianas que se representan en París, que esboza, por primera vez, un paralelismo implícito entre la música francesa y la italiana, al alabar sin reservas de ninguna clase la belleza multicolor del canto y de la melodía de que hace gala la última. Con respecto a la música italiana, decía que, aun cuando se compusiera no dejando de lado lo que debiera propiamente expresar, nunca resultaba fastidiosa para el espíritu, sino que proporcionaba siempre “una perpetua diversión a los oyentes”.

No se adoptará una postura lúcida hasta decenios después cuando el abate francés François Raguenet en el 1698 viaja a Roma, ciudad donde se le ofrece la ocasión de conocer la música y el melodrama italianos. Cuatro años más tarde publica su famoso “Parallèle des Italiens et des Français en ce qui regarde la musique el les opéras” – « Cotejo entre italianos y franceses en lo que respecta a música y a óperas-; breve opúsculo polémico, primero de una larga serie en la que se planteará el problema suscitado con una gran claridad de ideas.

Raguenet reconoce que, desde un punto racionalista, la palma de la victoria debería corresponder a Francia, cuyas óperas “se escriben mucho mejor que las italianas; coherentes siempre en cuanto al propósito y que, aun cuando son representadas sin música, nos cautivan como cualquier otra pieza dramática”. Por el contrario, las óperas italianas “son pobres e incoherentes rapsodias, sin propósito ni conexión de ninguna clase…sus escenas consisten en diálogos y soliloquios triviales, al término de los cuales se introduce a destiempo una de las mejores arias, con el fin de concluir la escena en cuestión”.

Por otra parte, sin embargo, para Raguenet, la ópera italiana posee un valor de orden muy diferente, que la hace preferible a la francesa en sumo grado: su musicalidad. Quizá se trate ésta de la primera vez en que la música se reconoce como elemento completamente autónomo, independiente de la poesía y sobre todo, libre de deberes de cualquier género: morales, educativos o intelectuales.





Raguenet  ama la música italiana por ser más expresiva, brillante, original y melódica, por ser más agradable que la francesa. No importa que de continuo se violen las reglas dramáticas ni que se mezclen estilos diversos, considerados incompatibles desde el punto de vista del gusto francés; lo que verdaderamente importa es la belleza de la música y la inventiva inagotable de los italianos frente al talento “estrecho y angosto” de los franceses.         En la polémica están de un lado los defensores de la tradición racionalista-clasicista, encarnada en el melodrama de Lulli y de sus seguidores; y del otro lado, los amantes del bel canto italiano, que defenderán la autonomía de los valores musicales y las exigencias del oído.      La respuesta al escrito de Raguenet no tardó en llegar. Dos años después, en 1704, Lecerf de La Vieville, Seigneur de Freneuse, que era un gran admirador de Lulli, publicó su Comparación de la musique italienne et de la musique française, a la que siguió un Traité du bon goût en musique, en la que en forma de diálogo con tono de salón, el propio autor responde a sus tres interlocutores, indicándoles las reglas que presiden el buen gusto.       Lecerf es una figura típica de conservador moderado; su ideal consiste en el justo medio. La observancia exacta de tales reglas, reportará, sin duda, el buen gusto.     El mal gusto está representado, como es natural, por la música italiana; ésta no resulta chocante al oído, sino al corazón –lo que es mucho peor-. Los italianos fuerzan demasiado los instrumentos; adornan de modo exagerado y caprichoso sus melodías; se abandonan sin más al placer producido por el buen sonido.     “La verdadera belleza se halla en el justo medio. La excesiva pobreza de adornos implica desnudez y hay que considerarla un defecto, mientras que el exceso de los mismos conlleva confusión, siendo también un defecto, una monstruosidad”.

Raguenet y Lecerf se sitúan en las antípodas pero ambos reconocen que la música no es sino una agradable diversión extraña a la razón y, por consiguiente, inferior a las artes que apelan a la razón y al espíritu. Ambos concuerdan en que la ópera francesa es netamente superior a la italiana desde los puntos de vista literario y dramático, Ahora bien Raguenet es el aficionado con buen gusto que viaja y aprecia cuanto le agrada, anticipándose así a la actitud crítica que adoptarán muchos iluministas, libre y despreocupada; Lecerf, en cambio, simboliza el tipo de hombre que se deja guiar por la razón, o lo que es igual, por la erudición: no pudiendo eliminar a nivel fáctico la música, que la razón rechaza de derecho, se las ingeniará para volverla al menos razonable.

 El país elegido para estas disputas que se sucederán durante todo el siglo XVIII es Francia y acabarán teniendo un tinte político. D´Alembert en su ensayo “De la liberté de la musique” de 1760 dice: “Constará trabajo creerlo, pero es auténtico que ciertas clases de personas, como los bufonistas, los republicanos, los de la Fronda (movimiento de sublevación e insurrección francés de 1648-53, en la época de la regencia de Ana de Austria, la minoría de edad de Luis XIV y del cardenal Mazarino), los ateos (me olvidaba de los materialistas) en el Diccionario figuran como términos sinónimos”.

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