29 Mar

La poesía refleja incluso mejor que otros géneros las preocupaciones de los autores de decenios posteriores a 1936:
las secuelas de la guerra, los problemas existenciales y sociales, las inquietudes artísticas…
Miguel Hernández es un puente entre dos etapas de la poesía española: por una parte, en su período de precocidad
mantiene contacto con la generación del 27, de la que Dámaso Alonso lo llamará “genial epígono”; por otra parte, por
edad se le incluye a veces en la generación del 36 o generación escindida (la de Rosales, Celaya, etc.). Después de sus
tanteos adolescentes, Miguel Hernández rinde culto a la moda gongorina y compone Perito en lunas, con una
elaboración metafórica hermética y deslumbrante. En El rayo que no cesa consolida su tríptico temático: “Llegó con
tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida”. Llega la guerra y aparece Viento del pueblo con la que inicia su
etapa de poesía comprometida; poemas como “El niño yuntero” muestran su preocupación social.
En la misma línea
escribe El hombre acecha, incluyendo el dolor por la tragedia de la guerra. Por último, en la cárcel compone entre
1938-1941 Cancionero y romancero de ausencias, donde habla del amor a la esposa y al hijo, frustrado por la
separación. Otros temas son la situación de prisionero y las consecuencias de la guerra. De esta época son las
estremecedoras “Nanas de la cebolla”, un canto al hijo en el que encuentra fuerzas para sobrellevar su trágico destino.
En los años 40 y principios de los 50 se dan poetas más o menos coetáneos a Miguel Hernández, agrupados bajo el
rótulo de generación del 36. El grupo del 27 se ha dispersado, pero ninguno ha abandonado la poesía entrañablemente
humana. En los primeros años del exilio, escriben sobre la derrota, la nostalgia de la patria perdida, el anhelo de
regreso y la dictadura franquista, criticada con dureza. Destacan León Felipe, Altolaguirre, Prados y Juan Gil-Albert.
Después de la Guerra Civil se instauró una dictadura que centró sus esfuerzos culturales en difundir valores
tradicionalistas que idealizaban el pasado histórico y artístico español. Dámaso Alonso acuñó el término poesía
arraigada para designar a poetas afines al régimen, que vuelven los ojos hacia poetas del Imperio como Garcilaso y
muestran una visión del mundo coherente, ordenada y serena. Uno de los temas dominantes es un firme sentimiento
religioso, junto con temas tradicionales como el amor, el paisaje o lo bello. Destacan Leopoldo Panero, Vivanco,
Ridruejo y Luis Rosales. Este último se distanció en un momento del régimen para buscar el sentido vital; en La casa
encendida encontramos largos poemas en versículos y un lenguaje personalísimo que convierten esta obra en una de
las más importantes del lirismo español contemporáneo. La poesía desarraigada queda en el lado opuesto,
representada por Dámaso Alonso en Hijos de la ira. El escenario es una realidad social de posguerra donde imperan la
injusticia, la miseria material y moral y el odio. Es una poesía de tono trágico, desazonado, enfrentada a un mundo
deshecho y caótico, invadido por el sufrimiento y la angustia. La religiosidad está presente, aunque tratada con
desesperanza. En esta línea se incluyen Victoriano Crémer, José Luis Hidalgo, Eugenio de Nora y los primeros libros
de Blas de Otero y Gabriel Celaya.
Hacia 1955 se consolida en todos los géneros el Realismo social. Dos libros marcan un hito: Pido la voz y la palabra de
Blas de Otero y Cantos iberos de Gabriel Celaya. Ambos poetas superan su etapa anterior de angustia existencial para
situar los problemas humanos en un marco social. En este marco, los nuevos poetas estarán acompañados por una
figura de la generación del 27, Vicente Aleixandre, que en 1954 da un giro a su obra con Historia del corazón, en torno
a la solidaridad. Estas obras muestran una nueva función de la poesía en el mundo; nace así la poesía social, reflejada
en los versos de Celaya: “La poesía es un arma cargada de futuro”. Se aborda el tema de España con un enfoque más
político, y otros como la injusticia social, la alienación, el trabajo, el anhelo de libertad y de un mundo mejor. Junto a
Celaya y Otero, podemos situar a Ángela Figuera, José Hierro y Ángel González. Todos continúan la línea
rehumanizadora iniciada tras la Guerra Civil, bajo la influencia de autores como Antonio Machado, Pablo Neruda, César
Vallejo o Miguel Hernández.

La poesía social se prolonga en los años 60; surgen autores nuevos que representarán pronto su superación, como
Ángel González, Gil de Biedma, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, etc. Estos poetas no formaron un grupo, pero
presentan rasgos comunes: la preocupación por el hombre que enlaza con el humanismo existencial, aunque
rechazando cualquier tratamiento patético; y muestran su inconformismo con la realidad, pero no aspiran a cambiarla.
Se trata de una poesía basada en la experiencia personal. Esta poesía de la experiencia se caracteriza por el
alejamiento de las tendencias precedentes, la labor de depuración y condensación de la palabra, un tono cálido y
cordial, una ironía triste que refleja escepticismo y el interés por los valores estéticos y posibilidades del lenguaje.
En 1970, Josep María Castellet publica una antología de amplia repercusión, Nueve novísimos poetas españoles (Pere
Gimferrer, Panero hijo, Colinas, Ana María Foix, etc.). Resultan representativos de una nueva sensibilidad llamada
generación del 68. Nacidos después de la guerra, reciben una educación sentimental que combina una formación
tradicional y estrecha con ciertos tebeos, cine, discos, televisión… También tuvieron acceso a libros antes difíciles de
encontrar, y sus viajes al extranjero los ponen en contacto con nuevas tendencias culturales. En la temática se
encuentra lo personal (amor, infancia, erotismo) y lo público (guerra de Vietnam, sociedad de consumo). Presentan
cierto escepticismo sobre las posibilidades que tiene la poesía para cambiar el mundo. Les importa el estilo; su objetivo
es la renovación del lenguaje, y ven en el Surrealismo una manera de romper con la lógica absurda del mundo.
Los poetas más jóvenes, que se dan a conocer a finales de los 70 o ya en los 80, continúan las líneas apuntadas, y se
alejan del Vanguardismo más estridente. Presentan mayor interés por la intimidad y por las formas tradicionales.


Ridruejo y Luis Rosales. Este último se distanció en un momento del régimen para buscar el sentido vital; en La casa
encendida encontramos largos poemas en versículos y un lenguaje personalísimo que convierten esta obra en una de
las más importantes del lirismo español contemporáneo. La poesía desarraigada queda en el lado opuesto,
representada por Dámaso Alonso en Hijos de la ira. El escenario es una realidad social de posguerra donde imperan la
injusticia, la miseria material y moral y el odio. Es una poesía de tono trágico, desazonado, enfrentada a un mundo
deshecho y caótico, invadido por el sufrimiento y la angustia. La religiosidad está presente, aunque tratada con
desesperanza. En esta línea se incluyen Victoriano Crémer, José Luis Hidalgo, Eugenio de Nora y los primeros libros
de Blas de Otero y Gabriel Celaya.
Hacia 1955 se consolida en todos los géneros el Realismo social. Dos libros marcan un hito: Pido la voz y la palabra de
Blas de Otero y Cantos iberos de Gabriel Celaya. Ambos poetas superan su etapa anterior de angustia existencial para
situar los problemas humanos en un marco social. En este marco, los nuevos poetas estarán acompañados por una
figura de la generación del 27, Vicente Aleixandre, que en 1954 da un giro a su obra con Historia del corazón, en torno
a la solidaridad. Estas obras muestran una nueva función de la poesía en el mundo; nace así la poesía social, reflejada
en los versos de Celaya: “La poesía es un arma cargada de futuro”. Se aborda el tema de España con un enfoque más
político, y otros como la injusticia social, la alienación, el trabajo, el anhelo de libertad y de un mundo mejor. Junto a
Celaya y Otero, podemos situar a Ángela Figuera, José Hierro y Ángel González. Todos continúan la línea
rehumanizadora iniciada tras la Guerra Civil, bajo la influencia de autores como Antonio Machado, Pablo Neruda, César
Vallejo o Miguel Hernández.

La poesía social se prolonga en los años 60; surgen autores nuevos que representarán pronto su superación, como
Ángel González, Gil de Biedma, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, etc. Estos poetas no formaron un grupo, pero
presentan rasgos comunes: la preocupación por el hombre que enlaza con el humanismo existencial, aunque
rechazando cualquier tratamiento patético; y muestran su inconformismo con la realidad, pero no aspiran a cambiarla.
Se trata de una poesía basada en la experiencia personal. Esta poesía de la experiencia se caracteriza 


por el
alejamiento de las tendencias precedentes, la labor de depuración y condensación de la palabra, un tono cálido y
cordial, una ironía triste que refleja escepticismo y el interés por los valores estéticos y posibilidades del lenguaje.
En 1970, Josep María Castellet publica una antología de amplia repercusión, Nueve novísimos poetas españoles (Pere
Gimferrer, Panero hijo, Colinas, Ana María Foix, etc.). Resultan representativos de una nueva sensibilidad llamada
generación del 68. Nacidos después de la guerra, reciben una educación sentimental que combina una formación
tradicional y estrecha con ciertos tebeos, cine, discos, televisión… También tuvieron acceso a libros antes difíciles de
encontrar, y sus viajes al extranjero los ponen en contacto con nuevas tendencias culturales. En la temática se
encuentra lo personal (amor, infancia, erotismo) y lo público (guerra de Vietnam, sociedad de consumo). Presentan
cierto escepticismo sobre las posibilidades que tiene la poesía para cambiar el mundo. Les importa el estilo; su objetivo
es la renovación del lenguaje, y ven en el Surrealismo una manera de romper con la lógica absurda del mundo.
Los poetas más jóvenes, que se dan a conocer a finales de los 70 o ya en los 80, continúan las líneas apuntadas, y se
alejan del Vanguardismo más estridente. Presentan mayor interés por la intimidad y por las formas tradicionales.

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